por Haley Bliss
Se suponía que los casetes nunca volverían. A diferencia de los discos de vinilo, que siempre conservaron un aura de respetabilidad audiófila, los casetes eran desechables, baratos, los dejabas en el coche hasta que el sol los deformaba. Si el vinilo era el formato de los entendidos, los casetes eran para adolescentes que grababan el Top 40 de la radio, deteniendo la cinta antes de que la voz del DJ los pisara. Eran para bootlegs, cartas de amor, viajes por carretera y bandas de garaje que repartían demos. Nunca fueron prestigiosos. Y, sin embargo, aquí estamos, en una era en la que la gente vuelve a comprar casetes, no porque sean la mejor manera de escuchar música, sino porque significan algo.
Nací a mediados de los 80. Eso significa que estuve a caballo en la transición de lo analógico a lo digital. Tenía casetes, pero también CD. Luego llegó Napster, luego los iPods, luego el streaming, y de repente la música se volvió liviana. Sin rebobinar, sin voltear, sin delicados carretes de plástico. Solo una lista de canciones, infinitamente disponibles, infinitamente olvidables. Ese es el contexto del llamado resurgimiento del casete: una reacción contra la desmaterialización de la música, una negativa a dejar que todo se disuelva en la nube.
Pero los casetes no están volviendo como lo hizo el vinilo. El vinilo tiene una clara ventaja: suena bien. Tiene profundidad, calidez, rango dinámico. Es un objeto fetiche para quienes se preocupan por el sonido. Los casetes, en cambio, suenan mal. Hay un siseo en la cinta, hay degradación, está la forma en que los reproductores baratos se desalinean y hacen que todo suene ligeramente desafinado. No es un medio de alta fidelidad. Es un medio de imperfecciones, de pequeños fallos, de pulsar play y esperar a ver si la cinta se enreda en un lío de espaguetis de plástico. Es un formato incómodo.
Entonces, ¿por qué la gente los compra? La respuesta no es la calidad del sonido, sino la intimidad. Los casetes fueron el último formato físico donde uno podía crear algo por sí mismo. Podías grabar una mixtape, elegir canciones para alguien y ordenarlas deliberadamente. Podías hacer un disco pirata, copiar un álbum, hacer algo material. En los 90, la gente circulaba bootlegs de Nirvana y demos punk. En los 80, los DJ de hip-hop del Bronx vendían grabaciones en vivo directamente de sus sets. En los 70, los activistas usaban cintas para distribuir discursos prohibidos. Los casetes nunca se trataron de fidelidad; se trataban de acceso, de presencia, de hacer que el sonido se moviera.
Hoy esa función desapareció. Las listas de reproducción son las nuevas mixtapes, y se pueden compartir infinitamente, pero no tienen peso. No necesitas racionar el espacio cuando puedes agregar un número ilimitado de canciones. No necesitas pensar en secuenciar cuando puedes reproducir aleatoriamente. No necesitas rebobinar cuando todo está a la carta. La comodidad gana, y los casetes pierden, excepto cuando no lo hacen.
Fíjense en las bandas indie de hoy. Fíjense en los sellos underground. Venden casetes, no porque suenen bien, sino porque son baratos. Prensar vinilos es caro; los CD se sienten obsoletos. Un casete cuesta unos pocos dólares, y eso significa que un artista puede vender algo auténtico en una mesa de merchandising por el precio de una cerveza. Saben que la mayoría de la gente no los reproducirá (la mitad de los compradores ni siquiera tienen una grabadora), pero esa no es la cuestión. La cuestión es que alguien lo tenga en sus manos. La cuestión es que existe.
Y, sin embargo, no hay que idealizarlo. La nostalgia tiene una forma de borrar la frustración de un medio. Los casetes nunca fueron fáciles. Las cintas se desgastaban. Se rompían. Si tenías un walkman, tenías que llevar pilas de repuesto porque se agotaban en una hora. Las grabadoras de los coches se comían las cintas. Si querías volver a escuchar una canción, tenías que mantener pulsado el botón de rebobinar, adivinar cuándo parar y luego, probablemente, pasarte. Era esfuerzo. La música requería esfuerzo. Esa es la nostalgia: no por el sonido, sino por el acto de escuchar como algo que requería tiempo, que tenía un interés, que no era solo ruido de fondo. Pero la nostalgia por sí sola no explica por qué los casetes siguen existiendo. Persisten en nichos de mercado, en la música experimental, en las escenas DIY. En lugares donde lo que importa no es solo el sonido, sino el objeto, el proceso, el acto de crear algo. Ahí es donde viven los casetes. No porque sean mejores. No porque sean más fáciles. Sino porque son algo y, en un mundo donde la música es cada vez menos, eso sigue importando.
The Human Thread. Versión en español: Haley Bliss.