Las instituciones científicas están en plena crisis. Ninguna diplomacia ni caridad puede interpretar el momento actual como algo más que un intento de destruir los cimientos de la maquinaria científica moderna. En particular, los despidos en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (algunos de los cuales se revirtieron, quizás temporalmente) son los que probablemente tengan el mayor impacto inmediato. Es posible que ya no podamos confiar en intervenciones basadas en la ciencia para las amenazas de enfermedades infecciosas. Y si los cambios más amplios propuestos por las órdenes ejecutivas presidenciales se sostienen en los tribunales, los científicos deberíamos despedirnos y hacer las paces con los viejos modelos. La financiación ya no existirá en las cantidades que existían. La fuerza laboral científica se reducirá. Ya no deberíamos operar con la suposición de que todos nos creen. Necesitamos adaptarnos o morir.
¿Qué hacemos? No hay nada nuevo que decir que no se haya dicho durante otras calamidades políticas: la desesperación solo sirve a nuestros amos, la humanidad ha pasado por cosas peores, la mención del arco del universo moral y otros clichés estetizantes (y a menudo erróneos). Y el optimismo ingenuo de muchos científicos —que creen que no puede empeorar mucho, porque ayer todo estuvo bien— es igualmente impotente. Nadie va a caer del cielo para darte el dinero de tu beca. Tu cartera de citas no sobrevivirá a esta crisis del mercado. Tus credenciales no significan nada. Todo va a cambiar.
En respuesta, necesitamos adoptar rápidamente un modelo de reducción de daños, donde usemos nuestro ingenio —impulsado por la misma fuerza mental que usamos en nuestra ciencia— para construir una profesión diferente que aún sea capaz de defender y practicar la ciencia.
En primer lugar, la escasez de recursos aumentaría la carga de trabajo de la fuerza laboral científica que sobrevive. Habría mucho menos apoyo administrativo y, como sería más difícil conseguir dinero, todos tendrían que esforzarse más para realizar las tareas diarias. Habría menos científicos jóvenes que formar (o, para algunos, explotar), especialmente los extranjeros, que constituyen una parte importante y subestimada de esa fuerza laboral. Por ejemplo, como exvirólogo experimental convertido en biólogo computacional, podría tener que realizar un experimento con mis propias manos, en lugar de confiar en uno de mis aprendices, a menudo más jóvenes y meticulosos. Las consecuencias directas son claras: produciremos menos datos y haremos menos descubrimientos.
Pero por muy malo que sea este resultado, los efectos indirectos podrían ser peores. Desde que llevo en la profesión, la ciencia se ha basado en una serie de prácticas culturales extrañas que dependen del trabajo no remunerado. Una cuestión que ha estado en la mira, tanto para mí como para muchos otros, es la relación entre la ciencia profesional y un proceso de revisión por pares que actúa como jurado y juez de productos valiosos. Pregúntele a cualquier editor de una revista: encontrar revisores para evaluar manuscritos es como sacarse una muela. Este problema se agravará muchísimo. Nadie tendrá tiempo para leer tu trabajo, reejecutar tus scripts ni analizar tus métodos. Nunca hubo grandes incentivos para hacerlo (el servicio a la gran comunidad científica siempre ha sido una parte menor de nuestros dossiers de promoción), y ahora no merece la pena el esfuerzo, ya que todos nos afanamos por conseguir la misma cantidad reducida de financiación disponible, con el pretexto de alcanzar estándares profesionales establecidos en un mundo que ya no existe.
Para combatir esto, los líderes de cada institución científica deben hacer de inmediato lo que deberían haber hecho hace décadas: incentivar el servicio a la ciencia en un grado acorde con las medidas clásicas de productividad, como las publicaciones y las subvenciones. ¿Qué significa esto y cómo funcionaría?
Nuestras nuevas celebridades científicas deberían ser quienes faciliten el intercambio de datos abiertos, trabajen por la democratización de la información, proporcionen retroalimentación a sus colegas y desarrollen nuevos modelos de publicación. A medida que desaparecen los conjuntos de datos, los repositorios públicos como GenBank ya no pueden darse por sentados. Y si hay menos financiación para publicaciones, necesitaremos medidas innovadoras para garantizar la disponibilidad de recursos científicos.
Actualmente, los científicos que se dedican a estas cosas viven en un mundo donde sus esfuerzos provienen de la buena voluntad, a menudo desafiando lo que se les anima a hacer: captar la atención de colegas influyentes, encontrar personas que se sientan cómodas para realizar el trabajo y generar ingresos. La ciencia no puede sobrevivir en un sistema que excluye activamente la participación de quienes dedican su esfuerzo a apoyar el trabajo de otros e innovar en la forma de hacer ciencia. Si este Titanic se hunde, serán nuestro bote salvavidas.
En relación con esto, los resultados científicos estarán bajo un mayor escrutinio que nunca. Por lo tanto, la prolongada crisis de reproducibilidad cobrará protagonismo, y es probable que las preocupaciones al respecto se utilicen como justificación para una mayor subversión de la ciencia. Ante esto, deberíamos entrar en una era de evaluación completa de datos en la ciencia básica, donde utilicemos nuestro talento estadístico para fortalecer los resultados que ya circulan, de modo que podamos defender nuestras conclusiones con mayor seguridad. Afortunadamente, existen modelos para afrontar este reto. La revisión sistemática y el metaanálisis, populares en las ciencias de la salud, deben adquirir mayor relevancia y convertirse en productos estándar en todas las ciencias.

En esta era, tendremos que defender con firmeza incluso los supuestos más básicos de nuestro campo: la magnitud del efecto de las intervenciones clínicas, los criterios de diagnóstico para ciertas enfermedades y las predicciones sobre el efecto del cambio climático. Si pensabas que debatir con creacionistas y terraplanistas era malo, no me sorprendería que incluso la gravedad se pusiera a debate. Y aunque los datos por sí solos no detendrán esta campaña de desprestigio, debemos estar preparados con nuestras defensas más rigurosas.
En esta nueva normalidad, la financiación es otro aspecto que requerirá una reinvención. En el antiguo sistema, el ascenso profesional solía estar ligado a la recaudación de fondos. Pregúntale a un científico biomédico junior y te contará el consejo que le han dado en busca de ascenso: tener una subvención federal activa en el momento de la evaluación. Esto podría haber sido presuntuoso en un sistema con abundante financiación, donde se suponía que el esfuerzo por sí solo bastaba para conseguir subvenciones (en mi opinión, esto nunca ha sido cierto). Pero en el nuevo mundo, ese consejo se vuelve simplemente estúpido: no habrá suficiente para todos. Y así, el modelo imperial de la ciencia —en el que la eminencia de un investigador está ligada a la acumulación de talento que produce en nuestro nombre— se volverá menos lucrativo.
La razón por la que hemos incentivado las prácticas extractivas es porque eran financieramente lucrativas para los lugares donde trabajamos (el debate sobre si esto es correcto o incorrecto es para otro foro). Las universidades ganan dinero con las subvenciones de los Institutos Nacionales de Salud, no porque expliquemos cómo funcionan las vacunas a los miembros de una iglesia bautista ni a otras poblaciones de personas no científicas. Pero quienes financian nuestra investigación, comprensiblemente, se encogen de hombros cuando el gobierno decide despedir a una gran parte del personal científico. Los científicos deben replantearse los objetivos de nuestra experiencia científica y asumir el intimidante reto de cerrar la brecha entre la ciencia y la sociedad. Es necesario hacer cambios de inmediato.
¿Por qué el desmantelamiento público de la ciencia no ha provocado una reacción política inmediata? Quienes han realizado el desmantelamiento han reconocido correctamente que el público no tiene ni idea de cómo funciona la ciencia y no tiene ninguna conexión con los científicos que no salen en televisión. Cabe destacar que el juego de culpas es irrelevante aquí: no digo que sea culpa de los científicos. Estamos haciendo el trabajo para el que nos capacitaron, persiguiendo los premios que nuestros mentores nos enseñaron a perseguir. En nuestro nuevo mundo, el experto que interactúa cuidadosamente con periodistas científicos y traduce sus hallazgos a nuestros parientes con menor nivel educativo será tan valioso como quien genera grandes cantidades de datos a costa de una docena de estudiantes de posgrado sobrecargados de trabajo. Este aspecto comunicativo, ahora encarnado en el movimiento de comunicación científica, debe convertirse en una frontera técnica formal de la actividad científica, y no resumirse con condescendencia como “divulgación” o “activismo”.
No mentimos si nos quejamos de que algunas de estas actividades no son para lo que fuimos formados. Nos pasamos la vida dominando los métodos que nos permiten descubrir los misterios del mundo natural. Mi única réplica es que tales fanfarronerías podrían revelar que algunos de nosotros no estábamos hechos para ser científicos, desde el principio. Porque la verdadera prueba del ingenio científico es la agilidad; la capacidad de cambiar de rumbo en un instante. Con una eficiencia impresionante, hemos construido bombas atómicas, ciclotrones y vacunas de ARNm. Hemos secuenciado los genomas de miles de especies.
La buena noticia es que lo necesario para reducir el daño no depende de desarrollar la cadena de suministro de una enzima rara ni de conseguir fondos públicos para una nueva estación espacial. La mala noticia es que implica hacer algo igual de ambicioso: replantear los fundamentos del trabajo de un científico, por qué lo hacemos y qué significa hacerlo bien.
Undark. Traducción: Tara Valencia