por Haley Bliss
La semana pasada, Spotify desapareció. Sólo por unas horas. Pero fue suficiente.
La gente entró en pánico. La gente tuiteó. La gente reinstaló, reinició, refrescó. La gente parpadeó ante el vacío de su propia dependencia sonora. Sin app, sin música. Sin app, sin mundo. “¿Se cayó Spotify?” no era una consulta técnica; era una pregunta metafísica. No solo: ¿no anda el servidor?, sino: ¿sigo siendo quien creo que soy sin mis playlists curadas, sin mi aura algorítmica, sin mi Discover Weekly asignándome nuevos pedazos de identidad cada lunes?
Spotify se cayó y una infraestructura cultural tembló. El fallo no fue un glitch en la matrix. Fue la matrix.
En 2025, Spotify no es una empresa. Spotify es el aire. Spotify es la idea de música vuelta plataforma. Spotify es el imperio blando de la vida auditiva. Spotify es en lo que se convirtió la música cuando dejamos de tenerla y empezamos a streamearla. No es una herramienta. No es un servicio. No es una biblioteca. Spotify es una lógica. Un régimen. Un habitus de Bourdieu. Spotify es una antropología del consentimiento. Spotify es la muerte del silencio por playlists ambientales encadenadas.
El apagón nos recordó algo que habíamos enterrado en lo más hondo del alma scrolleadora: que nada digital está garantizado. Que las nubes se evaporan. Que la biblioteca eterna es, en realidad, una máquina expendedora detrás de un muro de pago que a veces titila FUERA DE LÍNEA. Y cuando lo hace, estamos solos. Sin Spotify, sin música. Porque olvidamos dónde está la música. O peor: nunca lo supimos.
El genio de Spotify nunca fue técnico. Fue cultural. Redefinió el acceso. No la propiedad, sino el acceso. Otra clase de libertad. Más frágil. La que tienen los inquilinos, no los dueños. En Spotify no tienes música. La tomas prestada. La streameas como quien escucha a alguien susurrándote en el oído, alguien que puede callarse en cualquier momento.
Y la semana pasada se calló. Lo más impresionante del apagón no fue que sucediera. Fue el suspiro global. El pánico suave. Los destellos de crisis existencial en los tuits: “¿Y ahora qué hago?” Y detrás del chiste, del meme, del humor ansioso de redes sociales, una incomodidad más honda: si Spotify es música, y Spotify no está, ¿entonces qué queda?
¿Apple Music? Por favor. Una tragedia burocrática disfrazada de interfaz. ¿YouTube Music? Desesperación con íconos. ¿Tidal? Si ustedes dicen. ¿Bandcamp? Para quienes todavía dicen “notas de tapa”. ¿Vinilos? Nos encantan conceptualmente. Y aun así el 99% de quienes compran vinilos usan Spotify. Porque comprar un disco es una performance identitaria. Streamear es vida cotidiana.
No hay alternativa. Y esto no es un lamento. Es una tesis.

Spotify es música porque absorbió todo lo demás y luego se volvió invisible. Se volvió inevitable. No por imponerse a la fuerza, sino por seducirnos con conveniencia. Primero vino la versión gratis. Después la premium. Después el plan familiar. Después la integración para auto. Después el DJ con IA. Después los podcasts. Después el Wrapped: el acto más brillante de domesticación cultural del siglo XXI. Vigilancia convertida en autobiografía. Métricas como memoria. Esto fuiste este año en canciones y minutos. De nada. Te lo volvemos a hacer en diciembre.
Spotify hizo lo que Facebook hizo con la amistad, lo que Google hizo con las preguntas, lo que Amazon hizo con las compras: se volvió la cosa misma. La música no está en Spotify. La música es Spotify. No toda, claro. Pero suficiente. Suficiente para formar el canon. Para definir el gusto. Para decidir qué canciones flotan y cuáles se hunden bajo el sedimento algorítmico. Y si no está en Spotify, ¿existe? No, no existe en la práctica. Ni en las playlists. Ni en el sonido de fondo del brunch. Ni en el gimnasio. Ni en el auto. Ni en tu vida.
Spotify es la infraestructura cultural del sonido. El sistema operativo de la vida musical diaria. Y tú no lo votaste. Solo te hartaste de los MP3 con nombres raros. Hiciste clic en “play”. Y listo. Entonces, ¿cuál es el problema?
El problema no es que Spotify sea popular. Es que es hegemónico. Y como toda hegemonía se disfraza de natural. La política de Spotify está en sus decisiones de diseño. Su ideología es el modo aleatorio. Su economía es tu cantidad de skips. Crees que eliges, pero no eliges. Te están moldeando. Cada playlist es una lección de manejo afectivo. Cada recomendación, un bucle de identidad vendible. Cada escucha, un dato. Spotify es capitalismo con soundtrack dopaminérgico.
Los músicos lo saben. Los pagos son vergonzosos. Fracciones de centavo. Un millón de streams, un alquiler. La plataforma que construyó su poder sobre la música no tiene interés en sostener a quienes la hacen. Es un modelo de plantación versión digital: trabajo constante, crecimiento constante, ilusión de audiencia y la ganancia para otros. Y aun así los músicos se quedan. Porque no hay otro juego. Porque no estar en Spotify es desaparecer. Hasta Neil Young volvió.
La plataforma castiga el rechazo. Premia la uniformidad. No le importan los discos. Le importan las canciones. No cualquiera, las que enganchan antes de los treinta segundos. Las que no se desvían. Las que se mezclan entre sí como una playlist infinita hecha para no llamar la atención. Música, pero sin fricción, sin bordes, según el estado de ánimo. Olvidable por diseño.
Spotify es la radiación de fondo de la vida cotidiana. No está para ser amada, sino para ser usada. Quiere convertirse en plomería del sonido, en infraestructura del clima emocional. Y en eso ganó. Volvió invisible la música, otra vez. No como falta, sino como constante. Siempre está. Hasta que, la semana pasada, no estuvo. Hay una violencia callada en eso.
La antropología de Spotify no es sobre música. Es sobre dependencia y sobre sistemas que se vuelven naturales hasta que colapsan. Es sobre cómo la infraestructura se vuelve cultura. Es sobre cómo el capitalismo se come el mundo y lo devuelve en forma de playlist. Es sobre cómo el gusto se vuelve dato, el dato se vuelve estrategia y la estrategia se vuelve silencio (porque nada desafiante sobrevive la curaduría algorítmica del confort).
¿Cuál es la alternativa? No hay. Hay gestos. Hay discos piratas. Hay coleccionistas de vinilos y Bandcamp Fridays y rincones ruidosos de internet donde sobreviven músicas raras. Pero son marginales. Y a Spotify no le importa. No necesita a todos, solo al centro, a la mayoría. Solo a la norma. Puedes salirte, pero el mundo no te va a seguir.
Por eso el apagón fue tan raro. No fue solo una app caída, sino una realidad titilando. Un portal cerrándose. Un silencio volviendo. Y en ese silencio, algo parecido a una pregunta —no una esperanzada, pero sí necesaria— empezó a tomar forma: ¿Qué es la música sin Spotify? ¿Todavía sabemos escuchar?
The Human Thread. Traducción: Francis Provenzano.