por Sarah Díaz-Segan
Fui a ver Misión: Imposible – The Final Reckoning. Pasé un buen rato. Me asombré, me asusté, me pregunté por qué arruinaron tantas escenas con tantas explicaciones que nadie pidió. Extrañé a Ilsa Faust. Me emocioné. Me volví a asombrar. Comí palomitas. Sentí gratitud de que el arte cinematográfico todavía exista. Concluí que por 31,18 dólares no hay nada más grande y más palpable que una Misión: Imposible en una sala IMAX. Y sí: también salí pensando en Tom Cruise.
Hay algo vergonzante en defender a Tom Cruise. Ya lo sabes. Escuchas su nombre y el cerebro hace el recorrido habitual: Cienciología, sillón, diente central. Si estás de buen humor, sumas: acrobacias. Si estás en modo cruel, vas directo a “bajito”. Pero nada de eso alcanza para explicar que cuando corre (ese trote ridículo, levantando las piernas altísimo), lo apoyemos. No por ironía, ni por nostalgia. De verdad. Con emoción. Contra todo juicio.
Y la pregunta no es solo por qué. La pregunta es por qué todavía.
Tom Cruise no ama las películas. Ama hacer películas, que es otra cosa. Es trabajo, repetición, gravedad. Su carrera tiene la curva narrativa de alguien que malinterpretó el método y nunca se detuvo. Quiere que sientas la caída, el giro, la presión del viento en la cara como consecuencia del presupuesto y la obsesión. No actúa el salto: salta. De verdad. Y como lo hace por ti, le perdonas que también lo haga por él.

Cruise es el último romántico de la era industrial. No romántico emocional —el sexo ya no le sale— sino romántico del siglo XIX: conquista, trascendencia, hombre contra límite. No es metáfora. Literalmente está siempre trepando algo. Edificios, aviones, acantilados, la abstracción de la muerte. Es kitsch, sí. Pero también, y profundamente, un impulso artístico.
Queremos a Cruise porque se niega al futuro. No solo al algoritmo, no solo a la IA. Negarse es su género. Es alérgico al desgaste digital, sospecha de la ironía, desprecia las pantallas que hacen el trabajo por uno. Su ética es analógica. Riesgo, cuerpo, posibilidad de ruina. Cree en eso. Sin comillas. Como un perro que persigue la pelota en medio de la autopista.
Y por eso le perdonamos la locura. Porque en un mundo donde “contenido” nombra tanto un TikTok como una serie documental de diez capítulos, él todavía cree en el cine. No en las historias. No en las tramas. En el cine. Luz, movimiento, esfuerzo. El cine como pacto. Lo ves colgando de un helicóptero y te acuerdas —un segundo, no más— de que el arte alguna vez fue un verbo.
Cruise no es el futuro del cine. Es el fantasma de su cuerpo. Y como todo fantasma, exige que lo mires.