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El efecto SoHo

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por Horacio Shawn-Pérez  

La franja de cuarenta hectáreas de Manhattan delimitada por Houston Street, Crosby Street, Canal Street y la Sexta Avenida, al sur de Houson Street, esto es, South of Houston St., conocida desde los años 60 del siglo XX como SoHo, surgió como un elegante distrito comercial y de entretenimiento a mediados del siglo XIX, con grandes almacenes, enormes hoteles y teatros que se congregaban en los edificios de hierro fundido recién construidos en Broadway, muchos de ellos en el Registro Nacional de Lugares Históricos y declarado Monumento Histórico Nacional en 1978. Pero eso fue después. En el siglo XIX, luego de la Guerra Civil, junto a los hoteles y comercios elegantes aparecieron los burdeles, la zona roja, alienando a las empresas puritanas y atrayendo en su lugar a pequeñas plantas manufactureras, especialmente textiles, que no tenían tanto problema con el sexo y el alcohol. A medida que el centro de la ciudad se trasladó hacia la parte alta y las empresas textiles se trasladaron al sur, la actividad industrial del SoHo disminuyó y sus edificios quedaron desocupados y en ruinas.

En la década de 1950, la zona pasó a ser conocida no tan afectuosamente como Hell’s Hundred Acres: un páramo industrial propenso a incendios, lleno de talleres clandestinos y almacenes que por la noche estaba prácticamente desierto. Una tierra de nadie. Otra tierra olvidada por dios. Como forma de eliminar la plaga urbana, el complicado urbanista Robert Moses, todavía odiado, a veces reivindicado, presentó planes controvertidos para montar una autopista elevada (la Autopista del Bajo Manhattan) que dividiría el vecindario por la mitad y conectaría Brooklyn con Nueva Jersey. Ese hombre vivía para construir caminos para los autos. Las personas no le importaban demasiado. Especialmente las pobres. La propuesta fue resistida y finalmente rechazada, en gran parte gracias a la defensa de la teórica urbana Jane Jacobs, desde entonces una heroína de la preservación urbana, pero también, en revisión, una gentrificadora esnob, no en mi patio trasero, etc. Como sea, el SoHo se salvó de la bola de demolición, y no es spoiler si basta con asomar la cabeza en la estación de Spring Street para enterarse.

El Soho en 1978. Thomas Struth

Poco después de la disputa entre Moses y Jacobs, en la década de 1960, los artistas comenzaron a mudarse a la zona, cortejados por los bajos alquileres, los techos altos y los interiores cavernosos del entorno industrial. En ese momento, la ciudad estaba al borde del colapso económico y afligida por índices de criminalidad récord y preparada para que Travis Bickle la despreciara al volante de su taxi. SoHo todavía estaba ganando fuerza como enclave de artistas (Andy Warhol, Gordon Matta-Clark, Louise Bourgeois, Sol LeWitt y Jean-Michel Basquiat frecuentaban el área), pero los funcionarios de la ciudad buscaron preservar el área como una base industrial. Había que producir: cosas tangibles, como tenedores y latas de sardina, no performances abstractas ni baratijas pop. El tiempo puso las cosas en su lugar. O en algún lugar.

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El arquitecto Bernard Marson (falleció el año pasado, a los 91 años), que trabajó junto a Marcel Breuer durante la construcción del Museo Whitney de Arte Americano en el Upper East Side, estaba al tanto de la transición del SoHo y compró varios antiguos edificios industriales. Descubrió un vacío legal en las regulaciones de zonificación de la ciudad que permitían “estudios con vivienda accesoria” en los distritos manufactureros, absolviendo así a los artistas que se habían establecido ilegalmente allí y allanando el camino para que se unieran más. Ya saben. De vacíos legales está hecha la oportunidad, la gentrificación, las buenas y las malas cosas.

Raymond Pang

Ante las nuevas realidades del mercado inmobiliario, el estado de Nueva York aprobó la Ley Loft de 1982, que exigía que los propietarios llevaran los edificios a niveles habitables, protegía a los artistas del desalojo y estabilizaba los alquileres. Todos los obituarios del año pasado señalaron que Marson fue responsable casi por sí solo del crecimiento del SoHo de la ciudad de Nueva York hasta convertirlo en una comunidad de artistas y un distrito histórico: “Un actor fundamental en la transformación del SoHo de su pasado de fábrica explotadora a su presente de joya”, dijo Anthony Schirripa, presidente de la sección de Nueva York del Instituto Americano de Arquitectos en 2010, citado por el NYTimes.

SoHo pronto comenzó a atraer residentes más adinerados, enamorados de la vida tipo loft, las elegantes fachadas de hierro fundido, las calles laterales de adoquines belgas y su reputación como paraíso para los artistas. El nuevo dinero atrajo a boutiques de moda de alta gama y provocó que los precios inmobiliarios se dispararan, un patrón de gentrificación que ahora se conoce como el “Efecto SoHo”: cuando el desplazamiento se produce por el advenimiento de la industria creativa. Es posible que su reputación como enclave artístico haya disminuido desde entonces, pero muchos artistas se quedaron allí durante décadas a pesar de que la escena de las galerías de la ciudad se trasladó en su mayor parte a Chelsea. Pero SoHo sigue ahí. Sobrevivió a las ratas, las zonas rojas y los moralistas, a la bola de demolición de Moses y la santurronería de Jacobs, a las porquerías que Warhol hacía pasar por arte y mucho más. Ahora hasta respirar es caro en el SoHo, pero, si esta historia tiene una moraleja, es que todo puede volver a cambiar. Especialmente en Nueva York, la ciudad que siempre cambia.  

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