En una escena del cuarto episodio de la primera temporada de Tulsa King, el viejo capo mafioso neoyorquino Dwight Manfredi (Sylvester Stallone) mira hacia el exterior desde la ventana de la casa suburbana de Manny Truisi (Max Casella), otro integrante de la mafia italiana de Nueva York, aunque de menor rango y alejado hace ya mucho tiempo del hampa. La casa suburbana está en Tulsa, Oklahoma, lo cual, para la realidad de la ficción televisiva, es como estar en medio del campo junto a dos vacas y un molino. Aunque Tulsa sea la segunda ciudad más poblada de Oklahoma, con 400 mil habitantes; aunque la habiten más de un millón de personas, si se considera el área metropolitana; aunque ocupe el puesto 47 entre las ciudades más pobladas del país, para un viejo capo mafioso neoyorquino debe parecerse a un páramo con dos vacas y un molino.
Tulsa, para el capo Manfredi, significa ingratitud y destierro, el sitio al que te envían a pastar antes de morir; para el soldado Truisi, en cambio, representó un escape y una oportunidad de construirse una vida diferente. Pero Manfredi se está replanteando cosas. Acaba de salir de la prisión (no de la cárcel, aclara, sino de la prisión). Estuvo encerrado veinticinco años, para proteger al hijo papanatas del jefe, y no abrió la boca. No delató a nadie. Pudo haberlo hecho y no lo hizo. Veinticinco años es un tercio de su vida; ahora tiene setenta y cinco. Se pregunta si valió la pena.
Mira por la ventana de la casa suburbana de Tulsa. Mira el jardín delantero. Le pregunta a Truisi si corta el césped. Truisi le dice que sí. Manfredi le dice que él nunca cortó el césped. Nunca, ni una sola vez en su vida. Lo dice con tristeza, con la certeza de haberse perdido algo. Para Truisi es obvio: “Creciste en Brooklyn, así que…”. Eso lo explica. No tiene nada más que agregar. Cambia de tema.
Pero es un tema al que se puede regresar. Al igual que en Tulsa hay más que dos vacas y un molino, en Brooklyn cortamos el césped. Quizás sea la otra mitad de la ficción televisiva: que en Brooklyn solo tenemos edificios y concreto.
No sé en qué parte de Brooklyn habrá crecido el capo Manfredi. Si creciste en una torre del Downtown Brooklyn, pues bueno, no tendrás muchas chances de cortar el césped en un piso cuarenta. Pero si creciste, como yo, en una casa de Bay Ridge, encargarse del césped del frente es una tarea cotidiana, especialmente en verano, cuando, como decía un viejo vecino de la cuadra, el pasto crece más rápido que el cabello: “Por cada vez que necesito un corte de cabello, el césped necesita que lo corten tres veces”, solía afirmar, con la solvencia de quien descubrió algo irrefutable. Dudo que alguien en Bay Ridge mire por la ventana y piense en que no haber cortado jamás el césped sea una pérdida irreparable.
En la calle donde crecí, Sedgwick Pl, en la frontera entre Bay Ridge y Sunset Park, siempre al sur del límite de la autopista, a una cuadra del Owl’s Head Park, todas las casas, o casi todas, tienen jardines. No se trata de esas enormes superficies verdes de Tulsa, ni de donde sea, llenas de aspersores, canteros en islas y flamencos rosados. Pero estos pequeños y decentes rectángulos de verde de Brooklyn, resguardados por rejas, cercas o paredillas, requieren un corte periódico al igual que el cabello del viejo vecino. El pasto crece en Brooklyn como crece en Oklahoma, y allá y acá hay que cortarlo.
Hay varias capas geológicas superpuestas en el cortado del césped de la calle Sedgwick Pl de Bay Ridge, Brooklyn. Yo recuerdo las cortacéspedes a tracción humana, hace mucho, que de pronto desaparecieron y de pronto volvieron, con estilo retro y a un precio carísimo, gracias a, o por culpa de, los hípsters del barrio. Las máquinas cortacésped a gasolina, omnipresentes por décadas, siempre fueron una complicación en nuestros pequeños jardincitos, como maniobrar un tanque de guerra en un callejón estrecho. Luego vinieron las desbrozadoras, sin ruedas, sin nada que empujar, y probaron ser la herramienta adecuada para el trabajo. Luego vinieron los tiempos de todo servido a domicilio, incluyendo el corte del césped del jardín de dos por tres metros. No vaya a ser que alguien se canse. Ahora, por una tarifa que va de veinte a cincuenta dólares mensuales, cada dos semanas pasan unos tipos en mameluco y dejan la tarea hecha. Nadie los mira con ojos melancólicos por la ventana, como el capo mafioso Manfredi, con la sensación de estar perdiéndose algo demasiado valioso.