por Camille Searle
Brooklyn nunca fue Nueva York. No del todo. Es un espejo sucio, una promesa arrugada en el fondo del bolsillo de una ciudad que ya no cree en sí misma. Pero en Tendaberry, la película estrenada en Sundance en 2024 y desde hace unas semanas disponible en MUBI, la directora Haley Elizabeth Anderson decide hacer lo imposible: no contar Brooklyn, sino respirarlo. Lo consigue con trampa, con ternura, con un filo que corta sin que te des cuenta. Y eso es lo que la hace peligrosa, a la película, y necesaria.
La película no tiene argumento. O sí, pero no importa. Una chica dominicana, Dakota, vive en el sur de Brooklyn con su novio ucraniano. Él se va. Ella se queda. Él desaparece. Ella sobrevive. No pasa nada. Lo que pasa es el tiempo. Lo que pasa es la ciudad, como una marea sucia que nunca retrocede del todo. Lo que pasa es la mirada.
Porque Tendaberry no quiere narrar. Quiere habitar. Y en ese gesto, que parece minimalista pero es profundamente político, nos recuerda algo que el cine suele olvidar: que las historias no están en lo que sucede, sino en lo que se queda.
Aunque no es una película sobre la migración, todo el tiempo se está yendo. No es sobre el duelo, pero duele. No es sobre la juventud, pero está llena de cansancio. Es una película de tránsito, sin destino. Como si Cassavetes se hubiera criado en una peluquería dominicana de Flatbush viendo videos de Nelson Sullivan y escuchando reggaetón bajito, pero con una copia de Trinh T. Minh-ha en la mochila. Suena imposible y sin embargo funciona.
El trabajo visual es descaradamente anacrónico. Super 8, 4K, archivo VHS, texturas granuladas, encuadres torcidos. No hay coherencia técnica. Hay estilo. O mejor dicho: hay una ética de la mirada. Anderson —cineasta, escritora y artista de Texas, graduada en la escuela de cine de la NYU— no filma Brooklyn como locación, lo filma como archivo. Como una historia que se repite y se borra al mismo tiempo. Como un espacio donde nada es nuevo pero todo es urgente. Eso es antropología urbana con cámara en mano y sin pedir permiso.
El personaje de Dakota, interpretado con una opacidad magnética por Kota Johan, nunca se explica. No llora para que el espectador entienda. No se rompe en pantalla para que la película tenga peso emocional. Simplemente sigue. Trabaja. Espera. Baila. Mira. Esa resistencia a la espectacularización de la vida pobre, migrante, racializada, convierte a Tendaberry en una anomalía ética. No porque no haya sufrimiento, sino porque no hay pornografía del sufrimiento. Y eso, en el ecosistema tóxico del cine indie estadounidense, es casi un acto de violencia estética.
Lo queer aparece como debe: sin etiqueta. Es una forma de mirar, de estar, de desear sin nombrar. El archivo de Nelson Sullivan —esa especie de Walter Benjamin del VHS— no está puesto para adornar, ni para decirnos “esto es historia”. Está ahí como está todo en esta película: como fragmento, como resto, como algo que vuelve porque nunca se fue. Tendaberry no quiere actualizar la nostalgia. Quiere desactivarla. La ciudad no era mejor antes. Era otra. Igual de cruel, igual de hermosa, igual de absurda.
Hay mucha belleza en esta película. Pero no la belleza limpia de las postales de Brooklyn para turistas franceses, ni la belleza sucia de la pobreza estetizada. Hay otra cosa. Algo más parecido a una forma de aguantar. Una especie de estética de la insistencia. No es que Dakota tenga esperanza. Es que no tiene otra opción.
Tendaberry podría leerse como una etnografía visual de la precariedad emocional en el capitalismo tardío. Pero sería una reducción. La película no analiza. Exuda. La gentrificación no es un tema, es un clima. La racialización no se discute, se encarna. La guerra en Ucrania no se explica: interrumpe, como interrumpen las llamadas que no llegan, los mensajes que no se leen, las vidas que se deshacen fuera de campo.
La música, dispersa y sin énfasis, es otro acierto. No hay banda sonora que dirija la emoción. Lo que hay es ruido. Sonidos de calle, frases sueltas, canciones mal grabadas. Como si el mundo estuviera siempre pasando a destiempo. Como si la sincronía fuera un privilegio de clase.
Tendaberry es brutal en su sutileza. No grita, pero cuando te das cuenta ya estás adentro. Porque no hay catarsis. Hay algo peor: el reconocimiento. Has estado allí. Has visto eso. Fuiste Dakota. O la viste. O la ignoraste. Y la película no perdona.
Pero tampoco acusa. Y eso es lo que la salva del cinismo fácil. Anderson no quiere aleccionar. Quiere incomodar y lo hace con inteligencia, con humor seco, con una ternura que no se nota hasta que es demasiado tarde. La película es política, sí, pero como lo es una receta familiar, un chisme entre amigas, una fiesta improvisada con luces de navidad y cerveza caliente. Lo íntimo como campo de batalla.
No hay final sino una especie de desvanecimiento. Como si la película misma se cansara de estar viva. Como si supiera que no puede prometer nada. Pero incluso en ese gesto hay algo mínimo que parece decir: seguimos. No porque queramos, no porque podamos, sino porque no queda otra. Y a veces con eso alcanza.
Tendaberry no es una película perfecta. Es una película sabia. Y hoy eso es mucho más raro.