por Dana Pascal
Jack Reacher se bajó de la línea R del Metro en la calle 23 y se encontró con que las salidas estaban bloqueadas con cintas policiales. Estaba prohibido pasar. Pasó de todos modos. Cuando salió a la calle algo no encajaba. Era verano, cerca de las once de la noche, esa parte de Nueva York debía estar colmada y bulliciosa. Justo enfrente de él la Quinta Avenida cruzaba Broadway, derecho estaba Chelsea, detrás estaba Gramercy, a su izquierda Union Square y a su derecha el Empire State. Debía estar lleno. Pero no había nadie. O casi nadie. Vio a una mujer parada frente al Edificio Flatiron. La mujer le hizo señas para que se acercara. Reacher se acercó. De todos modos iba hacia el Flatiron.
El escritor Lee Child publicó su primera novela protagonizada por Jack Reacher en 1997: un gigantesco y astuto policía militar que, tras dejar el ejército, se dedica a vagabundear por Estados Unidos con nada más que un pasaporte, algo de efectivo y un cepillo de dientes en el bolsillo. En su interminable vagabundeo, Reacher también suele verse envuelto en conspiraciones, venganzas, problemas y toda clase de aventuras. Reacher llega a un pueblo o ciudad, encuentra un asunto que resolver, lo resuelve (usando tanta inteligencia como puñetazos, patadas y balazos), se marcha al amanecer. Los motivos que lo llevan a un lugar son variados. Ver el mar, conocer el lugar de nacimiento de un músico, probar un café, ver el otro mar, cualquier cosa: “En algún lugar tengo que estar”, suele justificarse. En el primer libro, Killing Floor (Zona peligrosa, en la traducción al español), Reacher tenía 36 años. Un cuarto de siglo después, ya anda por los 60, todavía esperando un aventón en la ruta y siguiendo sus propios motivos para estar en alguna parte. Como el motivo que lo llevó, esa noche de verano, al Edificio Flatiron.
La mujer que le hacía señas era una agente del FBI. Había una enorme operación en curso. Algo de espías, traidores y francotiradores, la clase de cosa con la que siempre se encuentra Reacher cuando va a alguna parte. Por eso toda la zona del Flatiron District estaba desierta y no se oían las risas y las conversaciones y el ajetreo típicos de las noches de verano. La mujer le preguntó por qué estaba ahí. Reacher dijo que quería mirar el frente del Flatiron, la parte de abajo, la de vidrio. La agente le preguntó que por qué. Reacher dijo que pensaba que el pintor Edward Hopper se inspiró en el frente del Flatiron para pintar Halcones de la noche, el óleo de 1942 que retrata a cuatro personas en un diner, a altas horas de la noche, vistas a través del cristal del frente. La agente del FBI le dijo que nunca escuchó de un diner en el frente del Flatiron. Reacher le dijo que no creía que haya habido alguno alguna vez, que Hopper vio el lugar y lo transformó en un diner en su mente y de ese modo lo pintó. Luego conversaron sobre la pintura. La agente del FBI mencionó a la mujer, una pelirroja: “Parece triste. Es el cuadro más solitario que vi en mi vida”.
“El cuadro del diner solitario” es un cuento que se publicó en 2015 y luego se recopiló en la colección Sin segundo nombre, de 2017, junto a otra decena de relatos cortos. Es posible afirmar, entonces, y sólo por afirmar algo, que Jack Reacher fue a mirar el Flatiron en una noche de verano de 2015. ¿Cómo llegó Reacher a esa idea? El cuento no lo dice, pero, quizás, dos años antes, Reacher leyó algo sobre Hopper y el Flatiron. O quizás fue Lee Child, por entonces un residente neoyorquino, quien sólo salió a dar un paseo y se encontró con la instalación en 3D que el Whitney había montado en el edificio triangular de 1902.
A mediados de agosto de 2013, el Museo Whitney de Arte Estadounidense instaló una réplica 3D de tamaño real del diner de la pintura Hopper en la proa del Flatiron. Aunque Hopper dijo que su imagen estaba inspirada en un restaurante del Greenwich Village y nunca habló del edificio Flatiron, la instalación era perfecta. Encajaba en la arquitectura, encajaba en la ficción.
Parecía inevitable que Reacher, frente al Flatiron en una extraña noche de verano, pensando en el diner de Hopper, se viera a sí mismo como el tipo de sombrero que da la espalda, el que está solo, con los codos apoyados sobre el mostrador, “dándole de comer a un nuevo secreto en una vida ya llena de viejos secretos”.