por Mara Taylor
Me gustaba mucho el mural de Joey Ramone con guantes de boxeo. Me hacía sonreír. Me ponía de buen humor. Me hacía pensar en colores y sinsentidos. En música. En el barrio. En personas. Y de vuelta me hacía sonreír. Que es más de lo que se puede esperar de un mural callejero en Nueva York.
Pero eso no es Nueva York. No. Eso es Bowery. Es casa.
Me acuerdo de Joey Ramone. Me acuerdo de verlo pasar y que me dijeran “ahí va Joey” o “saluda a Joey”. Yo saludaba. “Hola, Joey”. Joey saludaba. “Hola, chiquita”. Joey era alguien del barrio. Era alguien del barrio visto desde la mano de tu mamá. Como Martínez, el cuidador del cementerio Marble, que se ponía a cantar en español (luego supe que eso que cantaba se llamaba bolero), y como Meyer, el zapatero que estaba donde ahora está la cafetería Kona, en la Segunda Avenida, y al que todos saludaban dándole un pisotón al suelo, como aplastando una hormiga, porque así le dabas a entender, a Meyer, que las suelas que había arreglado aguantaban bien. ¿Se acuerdan de eso? ¿De Meyer, de Martínez, de Joey? Fue hace mucho. Pero no fue hace mucho. No pudo haber sido hace mucho porque tampoco vivimos tanto.
Joey Ramone murió cuando yo tenía diez años. Dicen que era de Forest Hills, pero todos en Bowery sabíamos que eso no era cierto. Joey era de Bowery tanto como lo era mi mamá, y el cuidador Martínez, y el zapatero Meyer, y yo misma.
El mural estaba a final de la calle Bleecker. Eso es muy local. Decir que la esquina de Bowery es el final de Bleecker, y no el comienzo, que es lo que tenderían a dictarte la razón y la numeración, aunque no la dirección de los automóviles. Robert Moses sigue marcando la conciencia orientativa de Nueva York, incluso entre quienes jamás tuvimos un auto en nuestras vidas.
No me acuerdo qué pintaron primero. Si la cabeza o las pelotas de colores o ambas cosas al mismo tiempo. Si recuerdo que los guantes de boxeo los pusieron al último. Quizás se les ocurrió en el momento. Quizás originalmente eran otras dos pelotas de colores y alguien dijo: eh, hagamos que sean guantes de boxeo. A mucha gente no le gustaron esos guantes. Hicieron análisis de personalidad y cosas así. Otra mucha gente dijo que simplemente no lo entendía. Pero, ¿qué había que entender? Era un mural callejero, no una fotografía en el anuario escolar ni en el expediente policial.
Eso ocurrió a mediados de 2015. Yo trabajaba justo al frente, en Agozar, un restaurante cubano que estaba donde ahora está la librería Codex. Típico trabajo de media jornada para veinteañera endeudada por préstamos estudiantiles. En Agozar atendía la caja y trataba de mejorar mi español. Que debía ser mejorado urgentemente porque no tenía sabor. Eso me decían. Que le faltaba sabor.
Al mural lo cambiaron a mediados de 2017. Misma gente, LISA Project, que en la última década parece haber pintado media ciudad. Sacaron a Joey y sus guantes de boxeo, pusieron a Debbie Harry y sus Blondie. Es un mural hermoso, también. Pero aquel otro, el que sólo duró dos años, parecía haber tocado algo más profundo.
Siempre que miraba a la vereda de enfrente había alguien tomándole (o tomándose) una fotografía. Había cierta alegría en esas fotos. Como haber llegado a un lugar al que querían llegar o como reencontrarse con la persona que habían sido alguna vez. Para nosotros, los chicos del Bowery, era hacerle caso a tu mamá y saludar a Joey, antes de escucharle cantar boleros al cuidador Martínez y de darle un pisotón al suelo para decirle al zapatero Meyer que las suelas estaban bien.
Que todo, siempre, estaría bien.