por Julia Sorensen
En el teatro tenue de la vida moderna, iluminado por el resplandor frío de las pantallas y sostenido por actores permanentemente cafeinados, se representa cada noche un drama curioso. Al caer la oscuridad, millones extienden la mano hacia su pequeña farmacopea de sueños: las pastillas para dormir. Esas píldoras diminutas, anunciadas como salvadoras del descanso, se consumen con la esperanza de escapar del eterno bis del insomnio. Pero bajo su promesa somnífera hay una trama cargada de ironía, dependencia y una relación profundamente incómoda entre la sociedad y el acto de dormir.
Dormir fue siempre un asunto colectivo. En las sociedades preindustriales, el descanso respondía a ritmos naturales, actividades comunes y a la presencia —o ausencia— del sol. La luz artificial y la revolución industrial trastocaron ese esquema, mercantilizando el tiempo y, en consecuencia, también el sueño. Ese quiebre dio origen a una cultura que venera la productividad por encima del descanso. El insomnio se convirtió así en una dolencia social más que en un desajuste individual. Una enfermedad estructural con receta psiquiátrica.
Y es allí donde entra en escena el bálsamo químico: las pastillas para dormir. En Estados Unidos, más del 8% de los adultos las consume de forma habitual, y el uso se duplicó desde 2010. No se trata simplemente de combatir trastornos del sueño, sino de anestesiar una condición impuesta: una vida sin pausas, un cuerpo incapaz de desconectarse, una mente que no deja de hacer scroll. El insomnio no es un problema clínico, es una consecuencia lógica de la forma en que vivimos.
Recurrir a hipnóticos como las benzodiacepinas o los llamados “Z-drugs” (como el zolpidem, más conocido como Ambien) está cargado de matices. Funcionan, sí, pero solo a corto plazo. La tolerancia aparece rápido, la dependencia también. A esto se suman efectos secundarios no menores: deterioro cognitivo, problemas de memoria, conductas complejas como manejar dormido. Y eso sin contar los riesgos más graves: su uso prolongado se asocia a mayores tasas de demencia y mortalidad.
La paradoja es obscena. Para huir del insomnio impuesto por una sociedad hiperactiva, se ingieren sustancias que degradan aún más la salud mental y física. La intervención farmacológica no resuelve el problema: lo tapa. Es un parche químico que permite seguir funcionando en una máquina que no se detiene. Una solución que no cura, sino que adormece. Literalmente.
El patrón de uso tampoco es neutro. Las mujeres y las personas mayores son quienes más las consumen. Esa sobrerrepresentación revela otra capa del problema: las desigualdades estructurales, los mandatos de cuidado, la precarización emocional. No es casual. No es anecdótico. Es parte de una violencia social extendida, silenciosa, que se expresa de noche, cuando el cuerpo quiere parar pero no puede.
Tomar una pastilla para dormir ya no es solo una decisión personal. Es también un gesto colectivo. Una especie de rendición. Una forma de aceptar que el sistema ganó. Que el cuerpo es solo una herramienta. Que descansar está fuera del contrato. Que dormir sin ayuda es un lujo de otro tiempo.
Las pastillas para dormir, en su uso masivo, son un espejo. Reflejan una sociedad con los ritmos rotos, con las prioridades invertidas, con los cuerpos agotados. Nos invitan a repensar lo que entendemos por descanso, por normalidad, por salud. A cuestionar las estructuras que nos roban el sueño. A imaginar otras formas de vida que no necesiten anestesia.
Porque dormir no debería ser un privilegio ni una urgencia médica. Dormir es un derecho. Y como todo derecho, hay que pelearlo. Con dulzura, pero sin pastillas.
Traducción: Mara Taylor