por Tara Valencia
No soy católica. No creo en la transubstanciación, ni en la infalibilidad papal, ni en la santidad de los objetos. No me arrodillo ante ningún altar. No me confieso. No me interesa la estructura ritual de la Iglesia, ni sus dogmas, ni sus jerarquías. Y, sin embargo, hoy, con su muerte, me doy cuenta de que le tomé cariño a Francisco.
Fue un Papa raro. No por excéntrico, sino por disonante. El primero de América, no solo de América Latina. Argentino, porteño, peronista en el sentido más abstracto del término: contradictorio, sensible, barroco, astuto. Jesuita que eligió llamarse Francisco. Sencillo, pero no ingenuo. Conservador, pero capaz de decir cosas que no se suponía que un Papa dijera. Habitó la contradicción con elegancia.
No fue un santo. No fue un revolucionario. Pero fue, quizá, lo más decente que se puede esperar de un Papa real en este mundo real. Se preocupó por el cambio climático y lo dijo en voz alta. Se puso del lado de los inmigrantes cuando el discurso global los volvió amenaza. Habló contra la pena de muerte, contra el hambre, contra la exclusión. Dijo que el capitalismo salvaje era una forma de violencia. Dijo que la Tierra estaba enferma. Y también dijo: “¿Quién soy yo para juzgar?”, hablando de los homosexuales. Una frase mínima, pero con el peso de siglos.
Lo hizo desde adentro. Desde el poder. Desde esa institución arcaica, misógina, autoritaria, que aún se llama Iglesia. Pero lo intentó. Intentó empujarla hacia otro lugar. No llegó tan lejos como muchos hubiéramos querido. Mantuvo posiciones rígidas sobre el aborto, no permitió que las mujeres accedieran al sacerdocio, tardó demasiado en actuar frente a los abusos sexuales. Fue ambiguo cuando debió ser firme. Y sin embargo: empujó.
Lo que hizo fue tratar de mover una estructura que no fue pensada para moverse. Trató de hacer que una institución vertical funcionara con algo parecido a empatía. Entendió que, para que la Iglesia no muriera de irrelevancia, debía mirar el mundo, no solo los evangelios.
La muerte de Francisco no es solo la muerte de un líder religioso. Es el final de un intento. De un experimento. De una apertura leve en una puerta de hierro. Representó una idea incómoda: que incluso desde el centro del poder se puede elegir estar del lado de los débiles. No siempre. No del todo. Pero a veces. Un poco.
No era uno de los nuestros. Pero tampoco era uno de los suyos. Habitó ese entrelugar con dignidad. Con astucia. Con compasión. A veces con coraje.
Y eso, en estos tiempos, no es poca cosa.