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Dinosaurios y la máquina de la nostalgia

Publicado el

por Sarah Díaz-Segan

Todo empieza, como siempre, con una puerta. Una puerta que no se abre hacia el Edén, sino hacia otra alucinación de miles de millones de dólares. Jurassic World Rebirth, la entrega más reciente del complejo industrial de los dinosaurios, es menos una película que un ritual. No es una historia, sino un retorno. Los dinosaurios están de vuelta. La franquicia está de vuelta. El público está de vuelta. Y también la idea, encantadora por su terquedad, de que la resurrección cinematográfica de reptiles extintos todavía tiene algo que enseñarnos: sobre la ciencia, sobre la ambición, sobre nosotros mismos. No lo tiene. Pero lo que sí enseña, a su manera invertida, vale la pena observarlo.

Lo sorprendente no es que estas criaturas sigan rugiendo en pantallas IMAX, sino que sigamos fingiendo sorpresa. La premisa —la clonación como hybris, la ciencia como espectáculo, la naturaleza como algo que te muerde de vuelta— se ha repetido tantas veces que ya funciona más como salvapantallas que como trama. Y sin embargo, pagamos, miramos, cumplimos nuestro papel en el bucle fosilizado. Scarlett Johansson medita en silencio; Mahershala Ali moraliza; en algún rincón, un velociraptor contempla la lealtad; y al fondo, un coro de técnicos en CGI canta himnos al capital y la nostalgia.

La película insinúa una complejidad ética —bioingeniería, explotación farmacéutica, colapso ecológico—, pero esos temas no se interrogan sino que se recortan como collage. Jurassic World Rebirth es menos una meditación filosófica que una charla TED con conteo de cadáveres. Los dinosaurios, antes metáforas de lo sublime e incognoscible, ahora son papel tapiz intelectual. No es que la película simplifique la ciencia; la estetiza, la reduce a tubos de ensayo luminosos y voces ominosas en off.

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Una esperaría que el posmodernismo interviniera aquí. Jean Baudrillard, viendo esto desde su búnker imaginario bajo Disneylandia, asentiría con solemnidad: la simulación ha sobrevivido a la fuente. Los dinosaurios en esta película no imitan a animales reales, sino que son copias de copias de copias. El T-Rex ya no da miedo; es un ícono, un emoji con dientes. El terror a la extinción fue reemplazado por la comodidad del reencuentro. La muerte, en Jurassic World, es solo una pausa entre secuelas.

Hay algo casi enternecedor en la sinceridad de la película. Quiere decir algo significativo sobre la persistencia de la vida, sobre los costos del progreso, sobre el viejo mito de que la naturaleza se puede controlar, pero luego se le olvida, porque alguien tiene que huir a pie de un carnívoro. La tensión entre profundidad y dopamina nunca se resuelve; simplemente se alterna. Hay un anhelo cuasi-heideggeriano de autenticidad, pero queda enterrado bajo un alud de posicionamiento de productos y combate saurio de grado militar.

Lo que la franquicia revela, lo que Rebirth amplifica, no es fascinación por los dinosaurios, sino por el retorno. Por volver a un momento de asombro y repetirlo hasta que el asombro se convierta en arquitectura. La nostalgia aquí no es solo un tono; es un principio rector. Reaparecen los mismos motivos (un vaso de agua temblando, la silueta de una garra, el piano que se infla), cada vez más hiperreales, más desvinculados de la necesidad narrativa. No queremos que nos cuenten una historia nueva; queremos que nos recuerden la vieja, con la suficiente variación para justificar el precio de la entrada.

Y tal vez eso sea lo más honesto del asunto. La película no pretende ser nueva; pretende ser nueva pretendiendo ser vieja. Es una copia de un recuerdo que en realidad no tuviste, un bucle que se disfraza de línea. Cree en el futuro solo en la medida en que el futuro permite franquiciar el pasado.

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Hay cosas peores que este tipo de artificio, pero también hay cosas más interesantes. Jurassic World Rebirth no es estúpida, pero sí es segura. Y la seguridad, para una película sobre depredadores prehistóricos, es su rasgo más peligroso. No es un error que estos dinosaurios nunca evolucionen. La ilusión de estasis (prehistóricos pero familiares, monstruosos pero adorables) es precisamente lo que los hace comerciables. Después de todo, evolucionar es arriesgado. Podría llevarnos a algo que no reconozcamos.

Así que el parque reabre. La puerta se abre. Se repiten los mismos errores. Y en algún laboratorio iluminado como una discoteca, una nueva criatura se agita, perfectamente renderizada, testeada con focus groups y lista para su primer plano. Bienvenidos, otra vez, a Jurassic World. No está vivo, pero se mueve.

En inglés.

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