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Una ética de la banalidad

Publicado el

por Marcelo Pisarro

Hay una cancioncita que la cantante, compositora y ocasional actriz británica Lily Allen grabó en su segundo álbum y que es imposible sacarte de la cabeza una vez que la escuchaste. “Fuck You”, se llama la cancioncita, y apareció en It’s Not Me, It’s You, el álbum que publicó en 2009, cuando tenía veinticuatro años y la diversión se sentía como claridad, la claridad como sabiduría y la sabiduría como una manipulación consentida reducida a baratija de mercado. “Andate a la mierda, andate bien a la mierda, muchas gracias”, canturreaba en el alegre estribillo, una composición pop bailable y jubilosa, una burla de patio de escuela y, como tal, mortalmente seria, fabricada con estructuras repetitivas, pocos matices, paisajes armónicos familiares y una textura rítmica que mientras se prolonga en el tiempo es capaz de hacerte creer que en verdad existe alguna chance de salirte con la tuya. Lo cual, por supuesto, no es cierto: así funciona cualquier manipulación consentida.

La canción es inocente, dulce, brutal, estúpida, encantadora, perfecta, superficial, irresistible. Es fácil descartarla como un berrinche pop dirigido contra alguien vagamente objetable y es imposible evitar que se te adhiera a la corteza auditiva a la primera oída, sin esfuerzo, como una babosa extraterrestre en plan conquista planetaria, como cualquier buen jingle de publicidad de chicles globo. La canción es menos un desahogo que un diagnóstico, el tipo de trabajo ideológico que usualmente se les deja a teóricos con apellidos compuestos, libros ilegibles y biografías que incluyen su fecha de defunción. Que Allen lo haya hecho en una cancioncita pop dice menos sobre la ligereza del medio que sobre su capacidad estructural de generar hegemonía.

“Andate a la mierda, andate bien a la mierda, muchas gracias”, seguís tarareando, y apenas te queda tiempo para preguntarte cómo es que canciones así forman parte de nuestros patrones corrientes de significación. Lo interesante no es que la canción mande educadamente a la mierda a alguien (a George W. Bush, según dijo Allen, que por entonces era presidente de Estados Unidos), sino la manera en que la música brilla sin saber del todo para qué, esa especie de alegría gregaria que la contiene, tanto que hace olvidable que se trata de mandar a la mierda a alguien. Tanto que ni siquiera te importe. Podría ser una canción acerca de cocinar brócoli y te daría lo mismo. Es demasiado fácil y demasiado enorme. Debería trastocar los presupuestos naturalizados de tu vida cotidiana y ni siquiera se te ocurriría cómo empezar a formular semejante exigencia.

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Algo así escribió el crítico alemán Diedrich Diederichsen en uno de los ensayos de Personas en loop, su libro de 2011 que recopila artículos de finales del siglo XX y comienzos del siglo siguiente, éste, que ya consumió su primer cuarto y nos legó canciones como la de Allen: que, desde la desaparición del concepto de contracultura, el enemigo es el cretino interior, y que las unidades constitutivas de la contracultura están sueltas y vagan aisladas, sin historia, a través de intrincadas constelaciones culturales.

Quería decir que, desde la perspectiva de la canción de Allen —una canción que certificó sus ventas como sencillo con discos de oro y platino, que incluso ahora, acá en el futuro, acumula 350 millones de reproducciones en Spotify—, la contracultura es una broma epistemológica, un desastre conceptual, un atolladero para la jerarquización del sentido de la vida social. Quería decir que algunos elementos que se consideran alternativos o contrapuestos a la cultura hegemónica, que presentan la posibilidad de vivir, de pensar y de sentir de otras maneras, se apropian, descontextualizan y vuelven formas más precisas de coerción y control social. Que nada puede considerarse contracultural en un universo social en el que la contracultura es un elemento constitutivo de eso que se llama cultura hegemónica. Que mandar bien a la mierda a alguien con amabilidad y tonadilla de jingle de chicle globo es regla cultural, no excepción contracultural, pues la excepción contracultural forma parte de cualquier regla cultural. Que la cultura hegemónica y la contracultura son simplemente cultura, a secas. Y que en esta cultura las canciones acerca de mandar a la mierda a alguien no provocan fricciones perceptivas, como sí podrían provocarlo, llegado el caso, las canciones acerca de cocinar brócoli. Hasta que, cinco minutos después, ya acabada la canción, tampoco importe demasiado.

Al recordar la canción de Allen —no en el momento de escucharla, sino después, o antes, al pensar en ella, al tararearla en tu cabeza, al anticipar su escucha, o al postergarla—, todo esto tiene bastante sentido. O podría no tenerlo en lo absoluto.

Lo que diferencia a “Fuck You” de Allen de otras canciones acerca de mandar a la mierda a alguien es su negativa a individualizar el enojo. Si bien Allen dijo que le hablaba a Bush Jr., la canción sortea esa especificidad. Opera como un significante flotante. Habla de xenofobia, homofobia, racismo, fanatismo, pero también de la extraña alegría con la que todo eso se presenta. Habla del autoritario sonriente, el fascista educado, la abuela racista que te ofrece té con galletitas. La canción, más que gritar con el puño lleno de verdades, humilla con dulzura; no reclama sangre, ni acción, ni compromiso; más bien, retira el afecto. Su dramaturgia no es trágica, ni solemne, no lamenta una herida, no se queja, no reclama reparaciones históricas ni políticas, no busca sanación, no quiere levantar un monumento ni colocar una placa conmemorativa. Lo que se oye es la mera satisfacción de mandar a la mierda a alguien por el simple placer de hacerlo.

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Al escaparse de los tópicos de la protesta institucionalizada, al soslayar la idea de que una canción puede cambiar el mundo, o al menos hacerlo un poco más justo, “Fuck You” se permite ser mezquina y vengativa sin reclamar nada a cambio (excepto, quizás, que compres el disco). Allen no se está poniendo al frente de ningún movimiento y tampoco te obliga a que la sigas a tomar la Bastilla; a lo sumo se está poniendo al frente de un concierto y te está obligando a que batas las palmas. No juega la carta de la industria de la indignación contemporánea. No está tratando de agradarte. De hecho, se vuelve un poco antipática. Se burla de la pereza intelectual de los intolerantes, imita su estupidez y no les deja salida. No hay una invitación al diálogo, ni esperanza de transformación, ninguna vocación pedagógica. Hay una negativa a halagar a quien escucha dándole un argumento levemente inspirado. Esa negativa es política y es estética. También es un buen entretenimiento. No le interesa tu arco de redención. Le interesa que no pierdas tu narrativa. Que no te rebajes. Que no aceptes el señuelo disfrazado de argumento.

“Fuck You”, en sus mejores partes, hace que la intolerancia parezca poco cool. No monstruosa, ni repudiable, ni siquiera peligrosa; simplemente tonta, triste, pasada de moda. No responde al odio con superioridad moral sino con ridículo. Ésta es una táctica mucho más antigua que las canciones de protesta. Las culturas han usado durante siglos la sátira, la imitación y la expulsión como mecanismos de contención simbólica, herramientas rituales de purga y control moral. La canción de Allen pertenece a esa tradición. Crea un gorro de burro musical y se lo pone en la cabeza a quienes creen que mandan. No espera que cambien. Sólo quiere burlarse.

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El valor de la canción está en su juego tonal. La letra es ácida; la música tiene la etiqueta frontal de exceso de azúcares. Esa contradicción es lo que le permitió circular estos quince años. Podés ponerla en una fiesta y ver cabezas moverse. Podés ponerla en una protesta y ver puños alzarse. Podés ponérsela a la persona a la que te gustaría mandar a la mierda y seguro que la canta. Incluso con ganas. Si el poder se esconde en lo banal, dice la canción, el rechazo a ese poder podría hacer lo mismo.

Esta versión de la resistencia —acaso Diederichsen la llamaría contracultural, luego la pondría entre comillas, al final la descartaría en una nota al pie— no necesita fervor revolucionario. Solo necesita desprecio. En una época en la que cada opinión debe ser respetable, “Fuck You” recupera el insulto como gesto político: una forma banal de rechazo. Rechazo a explicar, a tolerar, a empatizar con sistemas que no lo merecen. Es la estrategia de bajarse del juego.

En muchas culturas, la muerte social precede a la muerte física. Ser objeto de burla, quedar afuera de la conversación o ser negado de la dignidad de una respuesta seria suele desestabilizar más que el enfrentamiento directo. Allen no abre un debate; sólo vuelve risible al intolerante, lo manda a la mierda y le da las gracias. Ese es el borde donde se encuentran aquello que Diederichsen llamaba cultura hegemónica, contracultura y constelaciones culturales: la humillación como resistencia, no porque se sienta bien (aunque claro que se siente bien), sino porque funciona.

En un mundo que le pide a los oprimidos que sean razonables, la canción que Lily Allen escribió hace quince años ofrece algo diferente: un himno irrazonable. Un llamado a la mezquindad, una burla sin sentido, meterle la pata a alguien en el patio de recreo y reírte de cuando se cae al suelo. Porque a veces, dice la canción, lo más ético que podés hacer es ser maleducado, y la burla, como proyecto epistemológico, es el vehículo para una ética de la banalidad.

Pasajes sonoros. En inglés.

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