por Tara Valencia
La reciente afirmación de Donald Trump de que los inmigrantes haitianos comen gatos y otras mascotas no sólo es provocativa, sino que perpetúa estereotipos nocivos basados en la xenofobia y la desinformación. Este tipo de retórica, utilizada históricamente como arma contra las comunidades inmigrantes, refleja un intento deliberado de deshumanizar y deslegitimar a las personas que buscan refugio u oportunidades en los Estados Unidos. Tales declaraciones reflejan tropos racistas de larga data que se han utilizado para marginar a varios grupos étnicos, presentándolos como “otros” al centrarse en supuestas diferencias culturales que son exageradas o totalmente inventadas.
En primer lugar, la afirmación de Trump (en el debate con Kamala Harris) carece de cualquier evidencia creíble. Si bien algunas culturas pueden tener diferentes tradiciones culinarias, esta acusación general contra los inmigrantes haitianos no tiene fundamento y se basa en una narrativa colonial que desde hace mucho tiempo ha buscado retratar a las culturas no occidentales como bárbaras o incivilizadas. Los haitianos, en particular, han soportado siglos de discriminación, desde su temprana historia revolucionaria hasta sus luchas actuales con la inestabilidad política y económica. Este comentario no hace más que agravar los problemas que enfrentan, alimentando opiniones prejuiciosas que obstaculizan su capacidad de integrarse y contribuir positivamente a la sociedad.
Más allá de la flagrante falsedad de su afirmación, existe un peligro más pernicioso: la normalización de este tipo de discurso en las esferas política y pública. Cuando una figura de la talla de Trump recurre repetidamente a una retórica despectiva o con carga racial, refuerza la legitimidad de esas opiniones entre sus partidarios. El resultado no es sólo un aumento de las actitudes de odio, sino un envalentonamiento de políticas discriminatorias (ya sea en forma de restricciones a la inmigración o de acciones policiales sesgadas) que tienen efectos reales y perjudiciales en comunidades migrantes como la haitiana.
Además, estos comentarios distraen de las conversaciones reales que deben tener lugar sobre la reforma migratoria, la ayuda humanitaria y el papel de Estados Unidos en la estabilización de las regiones de las que huyen los migrantes. El énfasis de Trump en demonizar a los inmigrantes aleja el discurso público de las políticas y lo acerca al alarmismo, envenenando lo que debería ser un debate racional sobre cómo apoyar mejor a naciones como Haití, donde la gente suele emigrar debido a dificultades económicas y crisis políticas.
La afirmación de Trump no es sólo ofensiva; es la continuación de una estrategia divisiva que busca galvanizar a ciertas bases de votantes mediante la política del miedo. Si Estados Unidos quiere mantener su posición moral como nación de inmigrantes, debe rechazar firmemente este tipo de retórica. Es hora de volver a centrar la conversación en soluciones basadas en la humanidad, la empatía y los hechos, no en mitos racistas.