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El pánico moral por la desinformación

Publicado el

por Joanna Thompson

En 2020, mientras la pandemia de Covid-19 arrasaba todo el mundo, la Organización Mundial de la Salud declaró que nos habíamos hundido en una segunda catástrofe simultánea: una infodemia. Esta crisis global se caracterizó por la rápida difusión de información falsa o desinformación, principalmente en espacios digitales. El temor era que tales inexactitudes dejaran al público desatado, a la deriva en un mar de falsedad. Con el tiempo, esta desorientación masiva haría que las personas se hicieran daño a sí mismas y a otros.

En un esfuerzo por combatir la creciente ola de desinformación, ciertas agencias, incluido el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos y el Comité de Cultura, Medios y Deportes del Parlamento del Reino Unido, invirtieron recursos en cuantificar su difusión e impacto online. Algunos de los informes resultantes generaron leyes destinadas a limitar las noticias falsas en línea.

Pero algunos psicólogos y sociólogos no están convencidos de que la desinformación sea tan poderosa como dicen, o de que sea un problema sustancialmente diferente ahora en comparación con el pasado. De hecho, piensan que podemos estar sumidos prematuramente en un pánico moral por la información equivocada.

“Me parece que partimos de la conclusión de que hay un problema”, dijo Christos Bechlivanidis, psicólogo e investigador de causalidad en el University College de Londres. “Pero creo que debemos pensar un poco más en esto antes de entrar en pánico”.

Estudiar información errónea puede resultar extremadamente resbaladizo. Parte de la razón es semántica. Incluso la comunidad científica no tiene un buen consenso sobre lo que constituye desinformación.

“Es un concepto muy débil”, dijo la psicóloga cognitiva Magda Osman de la Universidad de Cambridge. La información equivocada se define más comúnmente como cualquier cosa que sea objetivamente inexacta, pero que no tenga la intención de engañar: en otras palabras, las personas se equivocan. Sin embargo, a menudo se habla de ella al mismo tiempo que la desinformación (información inexacta difundida maliciosamente) y la propaganda (información imbuida de retórica sesgada diseñada para influir políticamente en la gente). Algunos agrupan la información equivocada bajo el mismo paraguas que la desinformación y otras formas de material intencionalmente engañoso (aunque, por su parte, Osman traza una clara distinción entre información equivocada y propaganda, que está mejor definida y es mucho más claramente dañina). Pero aquí es donde las cosas empiezan a ponerse complicadas: incluso según su definición común, prácticamente cualquier cosa podría considerarse información equivocada.

Carolina Arriada para NYDiario.

Tomemos, por ejemplo, un pronóstico del tiempo que afirma que un día en particular tendrá una temperatura máxima de 55 grados Fahrenheit. Si llega ese día y las temperaturas suben a 57 grados, ¿el pronóstico califica como desinformación? ¿Qué pasa con una noticia periodística que informa de manera inexacta el color de la camisa de alguien? ¿O una hipótesis científica que alguna vez fue ampliamente aceptada pero que luego se actualiza con datos más nuevos y mejores, un ciclo que se desarrolló en tiempo real durante toda la pandemia de Covid-19? El problema es que las investigaciones que buscan cuantificar o probar la susceptibilidad a la información equivocada a menudo incluirán imprecisiones relativamente inocuas junto con cosas como peligrosas teorías de conspiración.

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Vale la pena señalar que la información equivocada, sea cual sea su definición, existe desde hace mucho tiempo. Desde que los primeros humanos desarrollaron el lenguaje, hemos estado navegando por un panorama informativo plagado de mentiras, cuentos fantásticos, mitos, pseudociencia, verdades a medias y viejas inexactitudes. Los bestiarios europeos medievales, por ejemplo, describían criaturas como osos y comadrejas junto con unicornios y mantícoras. Los grupos antivacunas existen desde hace más de doscientos años, mucho antes de Internet. Y en la era del periodismo amarillista, a principios del siglo XX, muchos reporteros inventaron historias de la nada.

“No me gusta toda esta charla de ‘estamos viviendo en un mundo de posverdad’, como si alguna vez hubiésemos vivido en un mundo de verdad”, dijo Catarina Dutilh Novaes, investigadora que estudia la historia y la filosofía de la lógica en la Vrije Universiteit de Ámsterdam.

Los estándares para el periodismo y los libros han mejorado, en general, desde los días del periodismo amarillo. Pero la conversación informal no se rige por los mismos estándares rigurosos: probablemente no sea probable que saques un libro de referencia y comiences a verificar los datos que dice tu abuela durante la cena. Hoy en día, gran parte de este tipo de discusión interpersonal se ha trasladado a Internet. Entonces, simplemente cuantificar la cantidad de información errónea en un espacio en línea determinado es prácticamente imposible, porque “todo lo que decimos es inexacto”, dijo Osman. Y demostrar que la información errónea tiene un impacto directo en el comportamiento de una persona puede ser aún más confuso.

La mayor parte de los fundamentos para cuantificar la información errónea y determinar quién es susceptible a ella surge del supuesto de que consumirla alterará las creencias de las personas y hará que se comporten de manera irracional. El ejemplo por excelencia es la información equivocada en torno al Covid-19, a la que se atribuyó la posterior vacilación de muchas personas a la hora de recibir una vacuna para protegerse contra el virus. Hay una gran cantidad de estudios que demuestran una correlación entre el consumo de información errónea y la vacilación ante las vacunas. Pero es engañosamente complicado demostrar un vínculo causal; por ejemplo, la evidencia sugiere que muchas personas que dudaban sobre las vacunas se mostraban escépticas con respecto a la ciencia mucho antes de que comenzara la pandemia de Covid-19. Es posible que hayan buscado información errónea para justificar su sesgo preexistente, pero eso no significa que el consumo de información incorrecta haya causado desconfianza. Otros estudios sugieren que factores como la solidaridad dentro del grupo y la identidad nacional son predictores más sólidos de si alguien se vacunará o no contra el Covid.

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De hecho, un estudio reciente demostró que simplemente exponer a las personas a información errónea sobre el Covid tuvo poco o ningún impacto en su decisión de vacunarse y, en ciertos casos, puede incluso haber aumentado ligeramente sus probabilidades de recibir la vacuna contra el Covid.

Los intentos de identificar un grupo en particular que tiene más probabilidades de aceptar la información equivocada (ya sean ancianos, jóvenes, pobres, los menos educados o alguna otra identidad) a menudo también tienen connotaciones condescendientes. Todos somos susceptibles a creer cosas que no son ciertas; solo depende de cómo se presenten.

Carolina Arriada para NYDiario.

Osman compara el pánico con el de los videojuegos violentos de las últimas décadas. A pesar de una gran cantidad de titulares y políticos que proclamaban que juegos como Grand Theft Auto y Call of Duty estaban volviendo a los adolescentes más agresivos, las investigaciones no han demostrado realmente que una cosa cause la otra.

Osman sostiene que nuestra preocupación colectiva por la desinformación es, en cierto modo, un pánico moral hacia Internet, lo que la colocaría en una larga historia de preocupaciones similares sobre cada nueva forma en que se comparte la información. Prácticamente todas las formas de tecnología de la comunicación han sido recibidas con su propia protesta pública. A mediados del siglo XV, en Europa, la gente destruyó docenas de imprentas en una ola de sentimiento anti-Gutenberg. El auge de la radio en la década de 1930 llevó a algunos padres estadounidenses a preocuparse por su influencia corruptora sobre sus hijos. Incluso el antiguo filósofo griego Sócrates no fue inmune al pánico moral de su época. “No le gustaba nada escribir. Era sospechoso”, dijo Dutilh Novaes.

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Hasta cierto punto, estos temores son perfectamente razonables. Hasta que sepamos cómo una nueva tecnología cambiará nuestras vidas, tiene sentido proceder con cautela. Y últimamente apenas hemos tenido tiempo de hacerlo. En las últimas tres décadas se han producido cambios extremadamente rápidos en las tecnologías de intercambio de información (desde los teléfonos móviles hasta el correo electrónico y las redes sociales) que culminan con el teléfono inteligente, que nos permite acceder a todos ellos en un paquete elegante y portátil. Es abrumador y, en muchos casos, aterrador.

“Creo que la gente todavía se está dando cuenta de que en realidad había mucho optimismo en los inicios de Internet”, dijo Dutilh Novaes. Esperábamos que una mayor información disponible libremente conduciría a una mayor transparencia y menos confusión. En cambio, nos ha decepcionado descubrir que incluso en una época dorada de la información, la gente todavía puede estar equivocada.

Por supuesto, nada de esto significa que la difusión de información equivocada online sea siempre benigna o que no debamos intentar regularla de ninguna manera. Lo que pasa es que si vamos a responder con una nueva legislación radical –o dejar que los magnates de la tecnología impongan sus propias limitaciones– necesitamos estar seguros de cuál es realmente el problema, dijo Osman.

El lado positivo es que las noticias falsas, las creencias falsas y los pánicos morales no son fenómenos nuevos: la sociedad tiene miles de años de experiencia con ellos, para bien o para mal: “Yo diría que somos bastante capaces de lidiar con mentiras”, dijo Bechlivanidis.

Fuente: Undark/ Traducción: Sarah Díaz-Segan

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