por Haley Bliss
Leí “No tienes que leer” de Alexandra Cage y estuve de acuerdo con cada palabra. Asentí con la cabeza mientras avanzaba por todo el texto —línea por línea, argumento por argumento, ironía por ironía—, agradecida por la claridad y el alivio que ofrecía. Es una desconstrucción precisa de la santurronería alrededor de los libros, de los marcadores de clase codificados en el acto de leer, y del moralismo barato de la élite literaria. Todo es cierto. Y también está bellamente escrito.
No lo leí en un libro. Lo leí en mi celular, acostada de lado, con la pantalla inclinada para evitar el reflejo de la lámpara de noche. En cierto sentido, eso parecía parte del punto. Como bien insiste Cage, el acto de leer —lectura seria, imaginativa, interpretativa— ocurre en más lugares de los que nos hemos permitido admitir. Hilos de Twitter, cadenas de anotaciones, subtítulos de quejas, manifiestos de fanfiction, newsletters de nicho sobre transporte público: sí, todo eso cuenta. La lectura está viva y bien, solo que ubicada de forma inconveniente fuera de la industria editorial. La idea de que nos estamos volviendo una sociedad post-alfabeta es perezosa. Lo que nos estamos volviendo es una cultura post-libro.
Y sin embargo, incluso cuando terminé el texto y sentí que sus argumentos se asentaban con ese agradable resplandor posterior de la confirmación, tuve la extraña sensación de que algo faltaba, no en el ensayo, sino en mí. En el espacio que alguna vez reservé para lo que los libros solían hacer. No la idea de los libros, no la performance cultural de leer, no la bolsa de tela con la cita de Kafka sobre el hacha y el mar helado. Me refiero a los libros mismos. El objeto, el formato, la práctica.
¿Qué pasa si los libros hacen algo que otras formas de lectura simplemente no pueden hacer? ¿O al menos todavía no hacen?
No tengo un contraargumento rotundo. No estoy aquí para reafirmar la autoridad de la novela ni para defender el canon occidental. No tengo interés en vigilar qué cuenta como “lectura real”. Y como Cage, estoy cansada de la performance de virtud literaria, del engreimiento de los que han leído mucho, del ataque barato que equipara inteligencia con poseer libros. Pero también he leído suficiente psicología cognitiva, teoría educativa y antropología como para preguntarme: ¿hay algo distintivo —biológicamente, en el desarrollo, incluso evolutivamente— en leer libros? No cualquier libro, sino los de formato largo. Físicos. Aquellos que requieren quedarte quieta.
Maryanne Wolf, neurocientífica y autora de Reader, Come Home, ha pasado años estudiando cómo los distintos modos de lectura moldean el cerebro. Argumenta que la lectura profunda —compromiso lento, sostenido, lineal con textos complejos— activa ciertas vías neuronales que la lectura en diagonal no activa. ¿Y adivinen qué? Las pantallas están optimizadas para leer en diagonal. Los hipervínculos, las notificaciones, el diseño visual: todo entrena a nuestro cerebro para saltar. Leer en pantallas nos condiciona a desplazarnos, deslizar y abandonar. No es moralmente malo. Pero sí es cognitivamente diferente. Wolf no dice que debamos volver a las tabletas de arcilla. Pero sí sugiere que podríamos estar perdiendo un tipo específico de atención, y con ella, una forma específica de pensamiento.
La antropóloga Michelle Boulous Walker va más allá. En Slow Philosophy, describe la lectura como un acto de paciencia filosófica, algo que cultiva justamente las condiciones para la incertidumbre, la ambigüedad y la reflexión. Los libros, especialmente los difíciles, exigen que te detengas. Te piden quedarte con ideas por más tiempo del que quisieras. No están optimizados para darte recompensas rápidas. Rara vez te gratifican de inmediato. Pero quizás ese sea el punto.
Pienso mucho en esto cuando enseño. He visto estudiantes brillantes en Reddit que tienen dificultades para terminar un artículo de veinte páginas. He visto fluidez en memes coexistiendo con una especie de vértigo cognitivo al pedirles que sigan un solo argumento a lo largo de varios capítulos. De nuevo, no se trata de inteligencia. Se trata de resistencia. Y los libros, en su mejor versión, entrenan una especie de resistencia mental que pocas otras formas aún cultivan.
El científico cognitivo Daniel Willingham ha escrito extensamente sobre comprensión lectora y el valor peculiar de las narrativas. Los formatos basados en historias, especialmente en papel, permiten lo que él llama un viaje mental en el tiempo: la capacidad de simular realidades alternativas, perspectivas y cadenas causales. Esto no es solo romanticismo literario; es una estrategia evolutiva. Homo sapiens es una especie narradora. La ficción nos permitió modelar otras mentes. Y las novelas impresas, en particular, históricamente nos han dado los modelos más lentos, más extraños y más intrincados. No hay reproducción automática. No hay sección de comentarios. No hay “saltar introducción”. Solo tú y la arquitectura del mundo de otra persona, página tras página.
Entonces sí, estoy de acuerdo con Cage: no tienes que leer. No para ser inteligente. No para ser buena persona. No para probar nada a nadie. Pero también creo que hay algo en el libro de formato largo —una novela, un ensayo filosófico, una etnografía densa— que ningún otro medio ha replicado del todo aún. Al menos no a gran escala.
Podrían argumentar que la novela es un formato culturalmente contingente. Que surgió con la imprenta y morirá con la economía de la atención. Tal vez esté bien. Tal vez desarrollemos nuevos formatos que ofrezcan una profundidad y abstracción comparables, que no requieran papel, paciencia ni silencio perfecto. Pero por ahora, el libro sigue siendo una especie de gimnasio cognitivo, un lugar para ejercitar músculos que la cultura digital deja atrofiar.
No creo que sea elitista decir eso. O al menos, no tiene por qué serlo. ¿Cómo se vería sostener esta visión sin usarla para avergonzar a otros? Decir: los libros hacen algo singular —no superior, pero sí singular— y quizá queramos proteger esa función, no porque nos haga mejores personas, sino porque mantiene ciertas posibilidades neuronales y filosóficas abiertas. El punto no es adorar al libro. Es reconocer que todavía puede ser una de nuestras tecnologías más poderosas para cultivar el pensamiento.
Y esta es la verdad: no lo sé. No sé si los libros son necesarios. No sé si encontraremos un sustituto digital que replique lo que hacen. No sé si la atención prolongada es algo que podamos volver a enseñarnos, o si estamos presenciando el lento declive de un régimen cognitivo muy específico.
Pero tal vez eso es lo que los libros enseñan mejor: cómo quedarse en el no saber. Cómo vivir con la complejidad. Cómo admitir la incertidumbre sin caer en la ironía ni refugiarse en opiniones tajantes. Los mejores libros no nos dan respuestas; nos dan más maneras de formular mejores preguntas. Y tal vez, si eso es todo lo que alguna vez hicieron, ya sería suficiente.
The Human Thread. Traducción: Camille Searle.