por Alexandra Cage
Empieza, como muchas desgracias modernas, con un taller.
Una sala bien iluminada. Un círculo de sillas. Una mujer de Vermont que trabajó en relaciones públicas. Un hombre de Austin que jura que esto es semi-autobiográfico, aunque nadie se lo haya pedido. Un grupo de profesores adjuntos, un par de personas que dejaron la tecnología, una enfermera de licencia, alguien de Brooklyn fingiendo no ser de Brooklyn. Se leen en voz alta con tonos solemnes. Hablan de “voz”, “riesgos” y “arcos de personajes.” Asienten con gravedad. Lo hacen con buena intención.
No se habla lo suficiente de la enorme cantidad de gente que intenta escribir una novela. No que la haya escrito, ni que la esté escribiendo, sino que lo está intentando. Pensando en ello. Garabateando fragmentos en los márgenes de su vida. Viendo cuál maestría en escritura se vería mejor en su biografía. Coqueteando con Substack. Pidiéndole a ChatGPT que suene más a Zadie Smith.
Y son muchísimos. Estamos invadidos. Las calles no están pavimentadas de oro, sino de narradores. Vayan a cualquier cafetería en Nueva York y encontrarán a alguien con una laptop y un borrador llamado Tierra Hueca, basado libremente en el divorcio de sus padres. Siempre basado libremente en un divorcio. O en el verano del 98. O en el año que vivieron en Berlín y tomaron notas.
Pero ¿por qué? ¿Por qué esta carrera hacia la novela, esa forma hinchada y burguesa? ¿Por qué el dolor ritualizado de manuscritos y cartas de presentación, el formateo en Times New Roman tamaño 12, el aprender qué demonios es un título comparativo? ¿Por qué la reverencia hacia un libro que todavía no existe?
Algunos dirán que es por contar historias. El impulso primitivo. La fogata, la pared de la cueva, el mito. Eso es lindo y a veces cierto, pero sobre todo es sentimental. Si fuera solo por contar historias, también estaríamos obsesionados con los poemas épicos o los monólogos teatrales. No lo estamos. Otros dirán que es terapéutico. Eso se acerca más. La novela se ha vuelto, en muchos círculos, una extensión de la terapia: un espacio donde las dinámicas familiares no resueltas se disfrazan de “ficción literaria.” Catarsis disfrazada de prosa. Pero eso solo rasca la superficie.
Lo que está en juego no es la historia sino el yo.
El sueño de escribir una novela se ha convertido en el sueño de ser autor: ser visto como alguien que podría escribir una novela. La novela es ahora un símbolo de seriedad, de introspección, de inteligencia. Decir “Estoy escribiendo una novela” es pedir que te tomen en serio sin haber producido nada todavía. Es el futuro performativo del yo aspiracional: señala profundidad sin tener que demostrarla.
En la era de las marcas y las biografías, el novelista no publicado aún supera en prestigio al ensayista, al periodista, al tuitero brillante. Especialmente si la novela está “en progreso”. Nadie quiere leer tu novela, pero todos quieren saber que la estás escribiendo.
La industria editorial, ese viejo y decadente engranaje, sigue ofreciendo su promesa vacía: que en algún lugar, de algún modo, un extraño brillante encontrará tu manuscrito y te declarará digno. No importa que la industria funcione con favores, nepotismo, departamentos de marketing y pornografía del trauma. El mito persiste. Es más fácil creer en la fantasía de ser descubierto que aceptar que la mayoría de los escritores se hacen con trabajo constante, visible, y pura suerte.
Algunos intentan atajar el camino. La industria del escritor fantasma prospera con esta fantasía. Un sector entero existe para hacer que la gente parezca que escribió una novela. Influencers, CEOs, estrellas de reality shows menores, todos quieren que “cuenten” su historia, preferiblemente con drama y un aire vago de mérito literario. Entonces el fantasma, mal pagado e invisible, escribe arcos de redención para personas que alguna vez abrieron un bar de jugos. El resultado es un mercado extraño de memorias semi-ficticias, novelas basadas en “historias reales” que son en sí mismas fabricaciones, y autores que nunca escribieron un párrafo por su cuenta.
Ahora está la IA, el nuevo fantasma. Miles de personas al día le piden a las máquinas que escriban como Hemingway, como Morrison, como Franzen si fuera menos insoportable. Las máquinas responden. Lo que resulta raramente es literatura, pero a menudo se parece lo suficiente. Y eso es lo clave: no tiene que ser bueno, solo tiene que parecer una novela. Porque lo que mucha gente quiere no es escribir, sino haber escrito.
El acto de escribir —lento, humillante, a menudo inútil— ha pasado a segundo plano frente a la óptica de ser escritor. Una condición que no requiere un libro real. Solo presencia. Postura. La leyenda en Instagram, el bolso de tela adecuado, la charla en un festival literario medianamente importante. Ser novelista hoy es ser una idea de persona: reflexivo, solitario, un poco torturado, probablemente de izquierda. Alguien a quien le quedan bien las gafas. Alguien que lee.
Esa, quizá, es la ambición más profunda. No quieren ser ricos. No quieren ser populares. Quieren ser importantes.
Hay una noble ilusión en juego. La creencia de que una novela arreglará los fragmentos de una vida. Que la estructura, la trama y la voz impondrán coherencia donde no hay ninguna. Que entenderás mejor a tu madre si la escribes como personaje. Que tu soledad, traducida en prosa, se volverá no solo soportable, sino hermosa. Que si formas bien tu dolor, alguien pagará 28 dólares por sostenerlo en sus manos.
No son impulsos malos. Son tiernos, aunque ilusorios. Y no son exclusivos de la literatura. Pintores, músicos, coreógrafos, todos intentan convertir lo inmanejable en algo manejable. Pero el novelista está particularmente expuesto. Pide cientos de páginas de atención, el tiempo y la fe del lector. Y muchas veces no está a la altura.
Entonces, ¿por qué siguen intentándolo?
Porque la novela continúa siendo, para bien o para mal, un símbolo. De pensamiento. De identidad. De llegada. En una era de inmediatez, la novela aún pretende ser atemporal. Apunta a la herencia, aunque desaparezca en la pila de libros de saldo. Promete significado, aunque sea en su mayoría relleno.
Esa es la mentira en el corazón de todo esto. Que una novela probará algo. Que te explicará a ti mismo. Que redimirá las horas que pasas solo. Que impresionará a tu ex. Que importará.
La mayoría no lo hace. La mayoría ni siquiera se termina. Viven en laptops, en borradores llamados nueva_novela_4.docx, en apps de notas, en Google Docs con un comentario de 2017. Acechan a sus aspirantes a autores como versiones no realizadas del yo. Y sin embargo, el deseo persiste.
Es absurdo. Es hermoso. Es humano. Y a veces, de vez en cuando, funciona.
Traducción: Sarah Díaz-Segan