por Anand Pandian
Era un precioso día de invierno en el sur de Arizona, con la luz del sol abriéndose paso entre las nubes para iluminar la tierra roja, las altas hierbas y algún que otro saguaro solitario vigilando desde un promontorio. Ese día me había aventurado en el desierto de Sonora con un equipo de voluntarios de los Samaritanos de Tucson, una organización que mantiene puestos de agua para los migrantes que atraviesan ese paisaje inhóspito. Caminamos por lechos de arroyos estacionales repletos de mochilas destrozadas, cuyos hilos de poliéster se deshilachaban y se mezclaban con las hojas y las piedras bajo nuestros pies.
“Hay tantas historias”, me dijo una de los voluntarios mientras avanzábamos entre matorrales, dejando garrafas de agua y paquetes de comida en lugares donde se sabía que la gente descansaba.
La voluntaria era una maestra jubilada de unos setenta y tantos años. Semana tras semana, acudía a estos senderos, cargando todo lo que sus hombros podían soportar, atendiendo las necesidades de personas a las que casi nunca veía. Mientras regresábamos a Tucson esa tarde, me pregunté sobre el pequeño coche de juguete amarillo que sostenía en sus manos. Luego nos detuvimos junto a una cruz de madera, que marcaba el lugar donde una joven fue encontrada deambulando por ese camino hace algunos años, con un bebé nacido muerto en sus brazos. Cada vez que pasaban por allí, la exmaestra dejaba algo para ese niño.
“Todos podríamos haber sido otra persona”, me dijo. “¿Qué pasaría si yo estuviera caminando por el desierto y diera a luz a este niño? Yo lo estaría cuidando. No quiero que sea olvidado”.
Al día siguiente regresé al lugar para presentar mis respetos. Un oficial de la Patrulla Fronteriza me detuvo en un puesto de control más adelante en la carretera y entablamos conversación. El joven oficial me dijo que al principio había simpatizado con las personas que atravesaban esas colinas. Luego empezó a molestarle la sensación de que mentían sobre quiénes eran, sobre por qué habían venido. Conocía la cruz del camino; había pasado por allí muchas veces pero nunca se había detenido a mirar. “Uno se desensibiliza”, me dijo. “Lo oyes lo suficiente y algo dentro de ti se apaga”.
El guardia fronterizo ahuecó los dedos mientras pronunciaba estas palabras, girándolos en el aire como si estuviera apagando un dial o cerrando la cerradura de una puerta invisible. Un par de gafas de sol le ocultaban los ojos, reflejándome la carretera. No estábamos tan lejos de la línea de hormigón y acero que marca la frontera en esta región entre Estados Unidos y México. Pero el guardia hablaba de otro tipo de frontera, de un muro diferente, uno construido no con argamasa sino con desconfianza.
Ya sea la difícil situación de los refugiados o la reciente pandemia de Covid-19, la crisis climática o el racismo sistémico, mucho depende del cuidado y la preocupación que podamos reunir por vidas y circunstancias más allá de las nuestras. Y, sin embargo, las profundas divisiones de nuestra vida nacional en los Estados Unidos han convertido la acción efectiva en tales asuntos en un desafío serio y, a veces, intratable. ¿Por qué es tan difícil reconocer y abordar el entrelazamiento de nuestras vidas con las de otros en otros lugares?
Puede ser tentador tomar tales dificultades como una señal de fracaso moral o personal. Pero nuestros sentimientos hacia los demás son realidades estructurales tanto como cualidades personales. Los entornos y circunstancias ordinarias de la vida moldean la posibilidad o imposibilidad de relaciones significativas, lo que sentimos o no podemos sentir por los demás. Cada medio de aislamiento, ya sea a gran o pequeña escala, tiene un papel que desempeñar en estas dinámicas. Cuando los demás se experimentan como abstracciones distantes, es fácil desestimar lo que podrían decir o necesitar. Al mismo tiempo, los compromisos con relaciones reales con los demás en un espíritu de solidaridad social y ayuda mutua —“donde elegimos ayudarnos unos a otros, compartir cosas y dedicar tiempo y recursos a cuidar a los más vulnerables”, como lo expresa el estudioso legal y activista Dean Spade— pueden cambiar estas dinámicas difíciles de maneras profundas.

En todo el país en 2020, la pandemia impulsó un retorno a la socialización con los vecinos en los patios delanteros y los porches. Innumerables ciudades y pueblos crearon nuevos lugares para caminar, andar en bicicleta y la vida al aire libre, nuevas formas de compartir el espacio público con personas conocidas y desconocidas. Y los movimientos por la justicia racial y la solidaridad con los vulnerables reunieron a millones de personas en los Estados Unidos ese año y más allá, impulsando compromisos más radicales con el cuidado colectivo, redefiniendo la línea entre extraño y pariente.
Por un lado, la pandemia había potenciado una idea del cuerpo como un recinto blindado para protegerse de los peligros del mundo exterior. Por otro lado, abundaron los llamados a rediseñar el espacio personal y público para la convivencia en lugar del aislamiento, para volver a nuevas formas de vivir más intencional y significativamente en compañía de otros. Incluso cuando la persistente contienda de esos años subrayó la tenacidad de la polarización política y social en los Estados Unidos, estos pequeños experimentos de pertenencia sugirieron la génesis de algo muy diferente: “una visión de una sociedad diferente”, como lo expresó la organizadora abolicionista Mariame Kaba, “construida sobre la cooperación en lugar del individualismo, sobre la ayuda mutua en lugar de la autoconservación”. Tales esfuerzos anclan la visión de una vida colectiva alternativa que anima mi nuevo libro, Something Between Us: The Everyday Walls of American Life, and How to Take Them Down (2025).
La convivencia es una especie de “apertura radical” en la esfera social, ha argumentado el teórico cultural Paul Gilroy, un rechazo de las divisiones categóricas que sostienen el racismo, una capacidad, en cambio, “de vivir con la alteridad sin volverse ansioso, temeroso o violento”. Menos una fantasía de armonía social en circunstancias difíciles, la convivencia enfoca formas de lidiar con el conflicto y vivir a gusto con la diferencia a través de las circunstancias cotidianas del encuentro y las infraestructuras de conexión. Bienes comunes, parques y calles abiertas; viviendas y recursos organizados para fomentar la conciencia social en lugar del solipsismo; plataformas de comunicación para nutrir líneas de pensamiento contrarias: tales espacios pueden nutrir la capacidad de vivir y prosperar junto a otros diferentes a uno mismo, trabajando contra la tendencia a rechazar y retirarse.
Estas son posibilidades con significado global. En las últimas décadas, docenas de países de todo el mundo han recibido a aspirantes a migrantes y refugiados necesitados con fronteras fortificadas e imponentes muros, marcando continente tras continente con líneas que a menudo alcanzan cientos de millas de longitud. Tales gestos extienden, a la escala más grande, historias y patrones de encierro que han acompañado el desarrollo de economías capitalistas y sociedades individualistas durante muchos siglos en Europa, Estados Unidos y más allá.

Frente a tales historias y sus ecos contemporáneos, hay mucho en juego al aprender a preguntar qué tipo de límites son verdaderamente necesarios y sostenibles. Como lo expresa el periodista Todd Miller en Construye puentes, no muros: Un viaje a un mundo sin fronteras: “¿Qué tipo de mundo crudo y hermoso se encuentra más allá de las vallas y los muros que confinan no solo nuestros cuerpos, sino también nuestra imaginación, nuestro lenguaje, nuestra propia humanidad?”
La promesa de tal visión se manifiesta a través de muchas de las personas e historias que he encontrado en los últimos ocho años, a través de mi trabajo de campo en más de una docena de estados de todo el país después de la primera victoria electoral presidencial de Donald Trump.
Pienso, por ejemplo, en las mujeres negras y blancas de la Denton Women’s Interracial Fellowship que lideraron una lucha local por la desegregación en Texas en la década de 1960, reuniéndose en un pueblo del norte de Texas que había exiliado a toda su población negra solo unas décadas antes. Pienso en Mark Baumer, un escritor y activista residente en Providence, Rhode Island, que en 2016 se propuso caminar descalzo por todo Estados Unidos para protestar contra la inminente catástrofe climática. Pereció en una trágica colisión con un SUV en la Península de Florida, y sin embargo, su historia invita a una seria reinterpretación de nuestras calles estadounidenses con su visión de una carretera hospitalaria para todos los seres vivos. Y pienso en Claire Coder, una joven que conocí en Ohio y que creció con una dieta diaria de radio de debate conservadora, atrapada en el fuego cruzado entre una madre “liberal chalada” y un padre que condenaría incluso los lápices gratuitos de la escuela primaria como “ayudas gubernamentales”. Finalmente dejó la universidad para convertirse en activista por la equidad menstrual y ayudó a acuñar uno de los eslóganes más populares de las marchas de mujeres de 2017: “Derribar muros, no construirlos”.
“Algunas de las tareas más difíciles de nuestras vidas son la reivindicación de las diferencias y aprender a usar esas diferencias como puentes en lugar de barreras entre nosotros”, observó la escritora Audre Lorde. Estas palabras nos recuerdan una herencia disidente esencial para los Estados Unidos que conocemos ahora, la visión crítica de aquellos que han entendido la ocupación de este continente y su lógica capitalista de otra manera, aquellos que han dado voz a la posibilidad de formas más radicales de vida colectiva en este país.
En este espíritu, a lo largo de mi libro, presto atención al trabajo de activistas de muchos tipos —defensores de migrantes y refugiados, organizadoras feministas, agitadores por el espacio compartido, el agua limpia y las carreteras seguras— para considerar cómo podría ser y sentirse una sociedad estadounidense más justa y abierta. Este trabajo puede ayudarnos a imaginar y cultivar alternativas sociales y formas inesperadas de conexión a través de las rígidas líneas que muchos de nosotros damos por sentadas con tanta facilidad.
No hay mejor manera de aprender de nuevo a recibir a los extraños en esta tierra como posibles parientes. Necesitamos enfrentar los muchos muros con los que hemos llegado a vivir y lo que podría significar derribarlos.
Sapiens. Traducción: Tara Valencia