por Dan Falk
Hay algo en Marte que cautiva la imaginación. Más que la deslumbrante Venus, el objeto más brillante en el cielo nocturno después de la Luna, y más que Saturno con sus hipnóticos anillos, el planeta rojo nos atrae como una versión paralela de nuestro propio mundo: lo suficientemente similar a nuestro planeta como para que fantaseemos con ir y lo suficientemente diferente para hacerlo más exótico que incluso nuestros desiertos más remotos o las regiones polares cubiertas de hielo.
Como lo expresa el periodista David Baron en su fascinante libro, The Martians: The True Story of an Alien Craze That Captured Turn-of-the-Century America, Marte parece trascender “todos los demás cuerpos astronómicos; posee un aura innegable de misterio y romance, un atractivo no del todo explicado por su realidad física”.
Hasta ahora, aunque algunos indicios de vida pasada en Marte han intrigado a los científicos, no se ha encontrado ninguna evidencia concluyente de vida actual. Sin embargo, a principios del siglo XX, la cuestión de qué o quién podría encontrarse en Marte era una pregunta muy abierta. ¿Había vida, tal vez incluso vida inteligente, en este mundo vecino?
El principal defensor del “sí” a esta pregunta fue el astrónomo estadounidense Percival Lowell, el personaje central de la historia de Baron. Nacido en Boston en una familia adinerada, Lowell se interesó por la ciencia y a finales de sus 30 se enamoró de Marte. En 1894, fundó el Observatorio Lowell en Flagstaff, Arizona, en una colina que llegó a llamarse Colina de Marte.
Los visitantes todavía pueden ver el telescopio que el propio Lowell usó para observar Marte: el Refractor Clark de 9.75 metros de largo, con su pesada lente principal de 61 centímetros. Baron, siguiendo los pasos de Lowell, miró a Marte desde el observatorio que ahora lleva el nombre de Lowell: “El planeta palpitaba y temblaba, se desenfocaba, luego se movía, y ocasionalmente se quedaba quieto y se enfocaba por un instante tentador”.
Baron no vio nada que sugiriera que Marte estaba habitado, pero Lowell sí. O al menos pensó que lo hizo: la sutil distinción entre lo que Lowell “realmente” vio y lo que imaginó ver es un tema recurrente en gran parte del libro. Lo que parece seguro es que Lowell no tenía intención de engañar; él realmente creía que estaba viendo lo que les dijo a los periódicos que veía, incluidos sus famosos canales. Dio conferencias sobre Marte y publicó libros sobre él, y fue citado ampliamente en la prensa popular. En algún momento, tanto The New York Times como The Wall Street Journal estuvieron de acuerdo con sus afirmaciones.
La idea de que hay algo notable en la superficie marciana es anterior a Lowell. El planeta es más fácil de observar cuando está en su punto más cercano a la Tierra, conocido como oposición, lo que ocurre aproximadamente cada 780 días (alrededor de dos años y dos meses). El astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, observando desde Milán durante la oposición de 1877, vio marcas en Marte que interpretó como océanos y continentes. También observó características lineales que llamó “canali”, una palabra italiana que significa canales o cauces; algunos informes en inglés de su trabajo tradujeron mal esto como canales artificiales, y el nombre se quedó.
Lowell, observando desde Flagstaff, creía que estaba viendo aún más: sus dibujos representaban elaboradas redes de canales que se entrecruzaban en la superficie marciana. Quizás, pensó, estos fueron construidos intencionalmente por seres inteligentes. Pronto desarrolló una teoría para explicar estas características: Marte se está secando y sus habitantes están tratando desesperadamente de transportar agua desde los casquetes polares a las regiones ecuatoriales. “No tengo ninguna duda de que hay vida e inteligencia en Marte”, señaló en 1896.
El año anterior, Lowell dio una serie de conferencias en el MIT, argumentando enérgicamente a favor de una civilización sofisticada pero desesperada en Marte. Baron dice que podría imaginarse a sí mismo siendo persuadido, si hubiera estado allí: “Lowell presentó su caso con una confianza tan casual y una lógica aparente que, si yo hubiera estado en ese auditorio del MIT en 1895, puedo imaginarme siendo arrastrado”.
La fotografía, para entonces, era una tecnología de décadas, pero adjuntar un telescopio a una cámara y capturar imágenes de un planeta distante no es una hazaña fácil, por varias razones (entre ellas, la propia atmósfera de la Tierra hace que la vista, en el mejor de los casos, sea algo borrosa). Sin embargo, finalmente, varios astrónomos, incluido Lowell, produjeron fotografías medio decentes de Marte, lo que no hizo nada para resolver la controversia de los canales. Lowell estaba seguro de que sus fotos, tomadas en Flagstaff, apoyaban su teoría; algunos otros astrónomos estuvieron de acuerdo, mientras que otros dijeron que no veían canales en las fotos en absoluto.
Entre los escépticos estaba Edward Walter Maunder, un astrónomo británico. Maunder ideó un experimento ingenioso: les pidió a unos escolares en Londres que intentaran copiar un dibujo que había colgado al frente del aula. El dibujo mostraba varias manchas indescriptibles en un disco circular, que recordaba a lo que podría verse un planeta en un ocular de telescopio. Cuanto más lejos se sentaba uno del frente de la habitación, más pequeño aparecía el original, por lo que copiarlo era difícil. Maunder descubrió que muchos de los dibujos de los niños incluían líneas rectas, a pesar de que no había tales características lineales en el original. Pero esta dosis de psicología no puso fin a la locura de Marte; los canalistas (como los llama Baron) se mantuvieron confiados.
Y Lowell no estaba solo: el equipo de marido y mujer del astrónomo del Amherst College, David Todd, y la autora y editora Mabel Todd se unieron. Con fondos de Lowell, transportaron el pesado telescopio refractor de Amherst al desierto de Atacama en Chile, para observar Marte desde un lugar famoso por sus cielos despejados. Sus observaciones parecieron confirmar los canales de Lowell, e incluso la presencia de los “canales dobles”, pares distintivos de líneas paralelas, que Lowell había afirmado ver.
Mientras tanto, el autor H.G. Wells compartía la pasión de Lowell por Marte, y ese entusiasmo se exhibiría por completo en su historia La guerra de los mundos, publicada por primera vez en 1897. La meticulosa investigación de Baron indica que Wells y Lowell se conocieron en Boston en 1906.
Y el inventor Nikola Tesla era aún más pro-marciano que Lowell. Incluso dijo que había recibido señales de radio del planeta, una afirmación de la que incluso Lowell se mostró escéptico.
Lenta pero seguramente, el caso de los canales, y los marcianos, comenzó a evaporarse. Los astrónomos que tomaban fotografías usando el nuevo telescopio reflector en el Monte Wilson, en California, con su espejo de 152 centímetros, no encontraron características lineales del tipo que Lowell afirmaba haber visto. El astrónomo francés Camille Flammarion, que había sido un partidario temprano de la teoría de los canales, comenzó a tener dudas sobre algunas de las ideas de Lowell. Schiaparelli, de quien se podría decir que encendió la locura de Marte en primer lugar, finalmente abandonó el barco. Y algunos astrónomos sintieron que Lowell estaba yendo demasiado lejos cuando dijo que no solo Marte sino también Venus, una pequeña bola sin rasgos distintivos y cubierta de nubes, también tenía canales.
Entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Eran los canales marcianos el equivalente de Snuffleupagus, un personaje en Plaza Sésamo que (al menos inicialmente) solo era visible para Big Bird? Como lo cuenta Baron, las visiones de Lowell fueron un caso clásico de lo que ahora llamamos sesgo de confirmación: en pocas palabras, ver lo que quieres ver. Establece una comparación con el Rey Arturo, una leyenda que era muy popular en la Inglaterra del siglo XIX: “La leyenda del Rey Arturo perduró en la imaginación popular no porque los magos, las espadas mágicas y un lugar llamado Camelot realmente existieran, sino porque el público victoriano quería que existieran”.
Otro factor que contribuyó a que los canales marcianos se convirtieran en la comidilla de la ciudad pudo haber sido que, por primera vez, Estados Unidos estaba sujeto a una especie de cultura popular unificadora, creando un nivel de cohesión social que no había existido antes. Como señala Baron, los estadounidenses ahora compraban en gran medida las mismas marcas, consumían el mismo entretenimiento y leían periódicos similares (y algunos de esos periódicos estaban más que listos para imprimir cualquier afirmación extravagante sobre planetas y extraterrestres que se les presentara).
La primavera pasada, Marte, habiendo alcanzado la oposición en enero, fue prominentemente visible en el cielo nocturno. A principios de septiembre, se está hundiendo cada vez más en el cielo occidental y pronto desaparecerá en el resplandor del Sol. Pero volverá, y a principios de 2027, volverá a brillar en nuestros cielos. Y si bien muchos de nosotros, especialmente dentro de las ciudades brillantemente iluminadas, apenas le daremos al pequeño punto rojo un segundo pensamiento, siempre habrá aquellos para quienes tenga una atracción especial, como lo tuvo para tantos a principios del siglo XX.
Y quién sabe, tal vez, realmente, vayamos allí. Como argumenta Baron, la emoción que Lowell ayudó a generar eventualmente allanó el camino para la exploración robótica del planeta y puede que eventualmente nos lleve a dar nuestros primeros pasos allí. “Sus ideas sobre Marte, aunque se habían movido de la realidad al mito, infectaron a una generación tras otra”, escribe, “hasta que finalmente nos empujaron al espacio para aprender la verdad sobre nuestro mundo vecino”.
Undark. Traducción: Walter A. Thompson