por Sarah Díaz-Segan
Este será el último año que conviviremos con la máquina MetroCard. Luego partirá a ese mundo brumoso que habitan los teléfonos públicos y los frascos redondos de golosinas de las tiendas de esquina. Un mundo apenas real, apenas dejado atrás. Volveremos a ver a esas máquinas en películas, nuevas o viejas, como marcas periodizadoras, o volveremos a encontrarlas en museos de arte y diseño, como objetos de una vida que ya dejamos atrás: qué lindas, diremos, y luego pasaremos a la siguiente exposición.
Como ocurre a menudo, le damos a estos objetos una vida más larga de que la tienen. Las máquinas MetroCard llegaron a todas las estaciones del Metro de Nueva York recién en 1999, y sin embargo, si alguien me preguntara, si alguien quisiera saber, yo diría que seguro que los dinosaurios usaban la MetroCard para ir de acá para allá. Nuestra memoria funciona así. Incluso, o especialmente, en el entorno construido de nuestra cotidianeidad.
“No es que sienta amor cada vez que recargo mi tarjeta, un proceso que es tan rápido y sin fricciones que normalmente no siento nada en absoluto. Pero mi afecto por la máquina de vez en cuando sale a la superficie”, escribió Karrie Jacobs al enfrentarse contra su propia melancolía anticipada, al tratar de entenderla, o conjurarla. “Por ejemplo, en mi viaje más reciente a Washington, D.C., mi esposo y yo nos encontramos atrapados en la estación de metro Foggy Bottom, desconcertados por la máquina expendedora del metro de D.C. Con un extraño buffet de botones mecánicos e instrucciones colocadas arbitrariamente, se sentía como un artefacto de la antigua Unión Soviética. Así que tuvimos que hacer lo impensable: pedir ayuda a un asistente”.
Intentaba no ponerse sentimental al respecto. Lo hizo. Y lo bien que hizo.
“Las nuevas máquinas OMMY nunca serán tan fundamentales para la vida de los pasajeros del metro como lo han sido las máquinas MetroCard. La mayoría de los neoyorquinos simplemente tocarán sus teléfonos o tarjetas de crédito para pagar sus tarifas. Ya saben, c’est la vie. En algún momento del próximo año, los neoyorquinos pueden comenzar a notar la disminución del número de máquinas MetroCard. Para muchos, no solo se sentirá como el cambio inevitable de una tecnología antigua por una nueva, como otra actualización a las 4 a. m. del sistema operativo de su teléfono, sino más como el fallecimiento de un amigo confiable, del tipo que no sabemos apreciar completamente hasta que se han ido”.
Sí.
Para Jacobs, el hecho de que la MetroCard provoque emociones afectuosas, a diferencia de muchos aspectos del sistema subterráneo (el calor, la pestilencia, el deterioro, la suspensión de servicio, los robos, las repentinas inundaciones, ese señor horrible que mostraba el pito en el andén de la estación 103-Corona Plaza), tiene mucho que ver con el diseño. Es un diseño sencillo, amigable, juguetón y colorido. Es tan de medidos de los años 90 que parece una reconstrucción burda. Me hace pensar en los títulos de apertura de Friends.
Los colores fueron importantes. No eran solo para alegrar la estación ni para empujar al olvido al empleado gris que vendía cospeles. La novedad es que cada color se relacionaba con una función. El área verde es donde insertas el efectivo. El azul indica dónde van las tarjetas de crédito. La zona amarilla es donde la máquina tira tarjetas amarillas, y la roja es para el cambio y los recibos. Es simple, fácil de recordar y de entender, incluso bonita, hasta donde puede serlo una máquina expendedora de tarjetas de metro. Y brillaban. Todavía brillan. Luego supimos que era por el esmalte de porcelana contra el vandalismo. Pero igual. Era nuestra máquina y era nuestro vandalismo.
Las máquinas son grandes, robustas y brillantes, bajo tierra, en túneles mal iluminados, llenos de vida y de secretos. ¿Cómo pensar en Nueva York sin esas máquinas? ¿Cómo pensar en esas máquinas sin pensar en esta ciudad grande, robusta y brillante llena de vida y de secretos?
Y les digo algo más: sólo las cosas realmente bellas tienen pantallas con tipografía de Helvética Neue de 54 puntos en negrita.