por Haley Bliss
El verano en Nueva York no es una estación sino un sistema. No llega con sol sino con una coreografía silenciosa del privilegio: quién se va y quién se queda, quién suda y quién brilla, quién reclama la ciudad como parque de diversiones y quién la hereda como castigo.
Las historias populares sobre el verano neoyorquino (fiestas en la vereda, hidrantes abiertos, proyecciones en terrazas, sexo pegajoso, cervezas en los escalones, jazz en el parque) suelen escribirlas quienes no tienen que vivir acá en agosto. Quienes ya no estarán para entonces. Quienes tienen una casa en los Catskills, un subalquiler en Montauk, una invitación permanente a Shelter Island. Dicen “agosto es el nuevo París” sin oírse a sí mismos.
En City of Quartz, Mike Davis ya advertía que incluso el clima se militariza, pero en Nueva York se racializa. Los mapas de calor coinciden casi a la perfección con los mapas de redlining de los años treinta, y los barrios que más hierven —Brownsville, Mott Haven, East New York— no están ahí por azar. Tienen menos árboles, más asfalto, viviendas más viejas, menos aires acondicionados en funcionamiento. Cada verano, la ciudad abre centros de enfriamiento, como si un poco de aire acondicionado burocrático pudiera equilibrar décadas de planificación urbana diseñada para aislar y descuidar.
Vivimos lo que la antropóloga Setha Low llama la nueva segregación urbana, pero el verano lo vuelve táctil. Se siente en la blusa, en los zapatos, en la piel. El dosel cosmopolita del que hablaba el sociólogo Elijah Anderson desaparece cuando hace 34 grados y el andén del G huele a apocalipsis. No hay dosel, solo agujeros.
Algunos se lo toman personal. “Me quiere matar”, dicen. Pero el calor no es personal. Es político, infraestructural. Castiga a los expuestos y protege a los amortiguados. En los nuevos condominios de Hudson Yards, la temperatura se mantiene estable. También las facturas de electricidad. Mientras tanto, en los edificios de NYCHA, los ascensores se traban y los ventiladores zumban fuerte pero sin fuerza. La palabra “resiliencia” se usa mucho. Suele emplearse para felicitar a quienes no tienen otra opción.
Incluso la forma en que se representa el verano está estratificada. El verano blanco se estetiza: camisas de lino, bicicletas, fotos granuladas. El verano negro y latino se patologiza: tiroteos, merodeo, denuncias por fuegos artificiales.
Y sin embargo hay poder en ser de los que se quedan. Los que cuidan la esquina, los que conocen el atajo con sombra, los que memorizan el minuto exacto en que el sol se esconde tras el andamio. El verano en la ciudad se convierte en un sistema de conocimiento. Una forma de tenencia, no académica, sino social: ganada a fuerza de sobrevivir, de sudar, de estar.
No es romántico, pero es real.
La resiliencia, en la antropología del desastre, no significa volver a como era antes. Significa navegar la crisis permanente. No es un regreso a la normalidad, sino una improvisación bajo presión. En ese sentido, el verano en Nueva York es una clase magistral de resiliencia. Un estudio sobre la distribución desigual del sufrimiento y la estetización del escape.
La ironía es que quizás la ciudad sea más honesta en verano. Se le cae la fachada, se le despega el glamour. Huele a lo que es. Y de algún modo, a pesar de las contradicciones, o quizás por ellas, sobrevive. Y nosotros también.
The Human Thread. Traducción: Alna Klingsmen