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Bicicletas, primavera y Nueva York, ¿qué puede salir mal?

Publicado el

por Haley Bliss

No hay nada más genial que andar en bicicleta en primavera. Nada. Ni las inauguraciones de galerías en Red Hook, ni las cenas en azoteas en Fort Greene, ni siquiera acordarse de compostar. Andar en bicicleta en primavera significa haberlo superado. Haber superado la película gris de febrero, los baches llenos de sal de marzo, los labios agrietados y las llantas rotas de una ciudad que olvidó cómo ser genial. La primavera no llega a Nueva York como en las películas. Se filtra a lo largo de semanas, como la condensación en la ventana de un hueco de ventilación. Y entonces, de repente, imposiblemente, la gente viste lino y los tulipanes brotan de las medianas como si siempre hubieran estado destinados a hacerlo. Es entonces cuando salen las bicicletas.

La bicicleta no es una máquina. Es una relación. No solo la usas; vives con ella. Se apoya contra la pared de tu pasillo. Recoge polen y polvo de la carretera como si intentara aprender algo. La maldices cuando los cambios se desalinean, luego le susurras unas disculpas mientras los ajustas. Sabes cómo se siente sobre el pavimento mojado, sobre las rejillas de los puentes, sobre el vidrio roto. No solo la montas, te comprometes con ella.

En los círculos de planificación urbana, la frase “transporte activo” se usa como un hechizo. Las ciudades quieren ser transitables a pie, en bicicleta, respirables. Pero la mayoría de las veces se convierten en diseñables. Los diagramas dicen una cosa; la calle dice otra. Es fácil elogiar el ciclismo en teoría. Las bicicletas reducen la congestión del tráfico, no emiten carbono, mejoran la salud cardiovascular, fomentan un sentido de comunidad, fomentan la exploración e incluso producen, estadísticamente, traseros más hermosos. Pero elogiar la bicicleta en teoría es como admirar un río desde un mapa. El paseo real, especialmente en una ciudad como Nueva York, es algo completamente diferente.

El ciclismo primaveral en Nueva York no se trata de bulevares bordeados de flores ni del aroma de la magnolia que flota entre los radios. Se trata de negociación. Se trata del tramo de la Segunda Avenida entre la 34 y Houston, donde el carril protegido desaparece por un tiempo y los coches recuerdan quién manda. Se trata de la intersección en T en Wyckoff y Myrtle, donde las bicicletas eléctricas de reparto, los autobuses urbanos, los niños de la escuela y los BMW confundidos se encuentran en lo que los urbanistas llaman un “conflicto de uso compartido” y lo que todos los demás llaman “¡Por Dios, MUÉVANSE!”. Se trata de andar en bicicleta por Prospect Park y sentirse libre, luego salir y recordar que a Flatbush Avenue no le importan tus sentimientos.

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La primavera lo amplifica todo. La impaciencia de los conductores que vuelven a sus hábitos de tocar la bocina. La arrogancia de los peatones convencidos de que son invencibles ahora que han visto el sol. El repentino enjambre de niños en patinetas, adolescentes en bicicletas acrobáticas, parejas en Citibikes alquiladas que no saben cómo girar a la izquierda. La ciudad florece, sí, pero también se deshilacha.

¿Es seguro? Depende. Andar en bicicleta en primavera es seguro como nadar en una piscina pública durante una tormenta eléctrica: es seguro hasta que deja de serlo. El cálculo de riesgos varía según el distrito, la manzana, la hora del día, tu cara, tu vestimenta, tu suerte. Un hombre de unos veinte años que viaja solo por Crown Heights puede sentirse invencible. Una mujer de cuarenta y tantos años que pedalea un remolque para niños por Queens Boulevard puede sentirse prescindible. Alguien que monta en bicicleta en Harlem puede recibir más miradas de reojo de la policía que alguien que hace lo mismo en Cobble Hill. La seguridad no se distribuye de manera uniforme en esta ciudad. Tampoco el respeto.

Foto: Chris Barbalis.

La infraestructura cuenta una historia, y en Nueva York, la historia está llena de borraduras. Con más de 1900 kilómetros de carriles bici, incluidos senderos protegidos, la ciudad ha avanzado en la promoción del ciclismo como un modo de transporte viable y seguro. Pero los mejores carriles bici serpentean por los barrios con más dinero y más quejas. Puedes circular cómodamente por el campus de la Universidad de Columbia o por Kent Avenue en Williamsburg, pero intenta navegar por la Bruckner Expressway o Linden Boulevard sin intervención divina. El Bronx tiene menos carriles bici protegidos que cualquier otro distrito. Staten Island, todavía alérgica al urbanismo, prefiere los muscle cars y los estacionamientos. El centro de Manhattan es un estertor de muerte de Ubers en doble fila, bicicletas de reparto sobrecargadas y SUV furiosos de fuera de la ciudad con sistemas GPS seis segundos por detrás de la realidad.

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Luego está el clima. La primavera en Nueva York no es una estación, es una serie de traiciones. Un día hace 23 grados y hay humedad, al siguiente hace 9 grados con vientos tan fuertes que te reorganizan la personalidad. Te vistes para la tarde y te congelas por la mañana. Empiezas seco y llegas empapado. Hay polen, arenilla, cartón mojado y al menos un colchón rebelde obstruyendo tu camino. Cada viaje en bicicleta es una apuesta, un experimento social, un acto de obstinado optimismo.

Pero aun así, pedaleas.

Pedaleas porque el tren huele a moho y tiempo perdido. Porque los autobuses tardan una eternidad y los coches son peor que inútiles. Porque caminar se siente demasiado lento y demasiado triste. Porque andar en bicicleta te hace sentir que quizás la ciudad no fue un error. No del todo.

Pedaleas porque es más rápido ir a comprar comida en bicicleta que a pie. Porque puedes detenerte y saludar a tu vecino. Porque te permite llegar al trabajo sin sentirte como un cadáver. Porque a tu hija le gusta el viento en el pelo y chilla cuando pasas por los baches. Porque puedes llevar tres bolsas, una baguette y una planta de albahaca, y aún sentirte como una persona.

La antropología del ciclista no es neutral. En Nueva York, andar en bicicleta es colocarse en una categoría social disputada. Puedes ser visto como virtuoso, imprudente, gentrificador, esencial, elitista, molesto, vulnerable. Puedes ser un inmigrante de clase trabajadora que transporta cajas por 3.50 dólares la entrega. Puedes ser un corredor de bolsa con un fetiche por los cuadros de carbono. Puedes ser alguien que ya no puede pagar el metro. Puedes ser alguien que se niega a tomarlo por principios. La bicicleta no dice quién eres, pero la ciudad sí.

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Comparar Nueva York con ciudades como Buenos Aires y París revela tanto fortalezas como áreas de mejora. La extensa red ciclista de París y el compromiso de Buenos Aires con los programas de bicicletas compartidas muestran cómo la planificación urbana puede priorizar a los ciclistas. Pero Nueva York no es así. Le encanta la idea de las bicicletas. Pero ama más los bienes raíces y los motores de combustión. Cada carril bici es una pelea. Cada espacio de estacionamiento reasignado es un escándalo. Cada muerte es prevenible, y prevenible aún no es suficiente.

Y sin embargo algo cambia en primavera. La gente se suaviza. Los conductores entrecierran los ojos y realmente reducen la velocidad. Los peatones te hacen señas para que cruces el paso de peatones. Un policía de tránsito te deja pasar sin regañarte. Alguien te felicita por tu casco. La ciudad se vuelve casi gentil. No del todo, pero casi.

Esta es la promesa de la bicicleta. No solo libertad, no solo velocidad, sino un tipo diferente de relación. Entre tú y tu vecindario. Entre tu cuerpo y el aire. Entre el tiempo y el espacio, reducidos al tamaño de un plato.

Empiezas a notar cosas de nuevo. La panadería que reabrió. El huerto comunitario con nuevas plántulas. El mural que cambió. La nueva grieta en el pavimento. Te vuelves porosa. Un poco menos protegida. Un poco más expuesta y un poco más viva.

No, no es la utopía. No, ni siquiera es seguro la mitad del tiempo. Y no, no es igualmente posible para todos. Pero hay una especie de alegría que florece con la forsitia. Una alegría que no exige perfección. Solo movimiento. Solo acción.

Pedaleas. Vas sin pedalear. Frenas demasiado fuerte y casi te caes. Maldices. Ríes. Sigues adelante.

No hay nada más genial que andar en bicicleta en primavera. No porque sea fácil, sino justamente porque no lo es. Porque durante unas semanas, entre el deshielo y el sudor, entre los impuestos y los turistas, llegas a sentir respirar a la ciudad. Y llegas a pedalear junto a ella.

The Human Thread. Traducción: Francis Provenzano.

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