por Haley Bliss
La sección de frutas y verduras de un supermercado de Nueva York no es una estación. Es una puesta en escena de permanencia, un escenario iluminado en verde donde las frutillas están eternamente maduras, los tomates eternamente rojos y la lechuga eternamente fresca. No es que el tiempo se haya detenido, sino que ha sido reorganizado en una cuadrícula de repetición infinita. Entras en febrero y ves uvas de Chile, arándanos de Perú, clementinas de España, y la ilusión se sostiene: aquí no hay invierno, solo una cosecha interminable.
Antropólogos como Arjun Appadurai han escrito sobre cómo las mercancías se desprenden de sus orígenes, perdiendo las huellas de su producción en el viaje. Un plátano en Queens no guarda relación visible con la planta de plátano en Ecuador. Las etiquetas, pequeños pasaportes con código de barras, no cuentan ninguna historia. Son un índice sin relato. El genio del supermercado está precisamente en esto: despojar al producto de estación, de geografía, de contexto. Convertirlo en pura disponibilidad.
Esa disponibilidad no es neutral. Es una política de conveniencia, una afirmación sutil de que la cadena de suministro global siempre cumplirá. El estante vacío es la excepción que provoca compras compulsivas y titulares. En tiempos normales, la abundancia es tan total que parece un derecho. Aquí entra la nostalgia. La gente se queja de que los tomates ya no saben a tomate, invocando un recuerdo sensorial de un tomate de “antes.” Ese antes puede ser la infancia, unas vacaciones en Italia o simplemente un pasado imaginado. Lo importante es que la queja funciona como crítica al presente: el sistema alimentario industrial ha aplanado el sabor, y con él, el tiempo.
Michael Taussig escribió alguna vez sobre el “sistema nervioso” del capitalismo, sus infraestructuras ocultas, sus circuitos de extracción y distribución. La sección de frutas y verduras es uno de sus nervios más anestesiados. Se siente blanda, segura, inocente. Sin embargo, detrás de cada palta perfecta hay una cadena de trabajo, condiciones climáticas, logística de transporte y especulación de mercado. La palta que cortas en Brooklyn en enero lleva consigo los patrones climáticos de Michoacán, las estructuras salariales de los trabajadores agrícolas, las negociaciones de precios entre exportadores y distribuidores. Pero no se supone que pienses en eso. Se supone que pienses en guacamole.
La ausencia de estacionalidad en los supermercados erosiona el conocimiento de la estación misma. Pocos compradores pueden decir cuándo debería crecer el espárrago, o qué frutas corresponden al verano y cuáles al otoño. La tienda ha reescrito el calendario en un presente perpetuo. El antropólogo Tim Ingold podría llamar a esto un desenredo del entorno: los ciclos estacionales que antes vinculaban la alimentación con las ecologías locales son reemplazados por ciclos de envío y refrigeración. Este desenredo se vende como libertad frente a la escasez, frente a la espera, frente a los meses fríos sin duraznos. Pero también es desconexión, una pérdida de referencias.
En una ciudad como Nueva York, esta intemporalidad encaja con el ritmo urbano. El supermercado es un espacio diseñado para sincronizarse con una economía de 24 horas, donde la lógica del trabajo, el transporte y el consumo exige un flujo constante de los mismos productos. Las frutillas en agosto se ven idénticas a las frutillas en febrero, como si la fruta misma se hubiera inscrito en el ethos de la ciudad: no parar nunca, no cambiar nunca.
En el fondo, sin embargo, se nota la fragilidad. La pandemia lo hizo visible por un momento: las cadenas de suministro titubearon, los estantes se vaciaron y la permanencia se agrietó. Durante unas semanas, el supermercado se sintió como una interfaz con el resto del mundo: vulnerable, contingente, conectado con granjas, barcos y fronteras. Luego la ilusión se restauró. Volvió la lechuga, reaparecieron los tomates y el recuerdo de la interrupción se desvaneció.
Las quejas sobre los tomates insípidos no son solo nostalgia; son una resistencia de baja intensidad. Dicen: esto no es lo que solía ser. Es el equivalente sensorial de Make Tomatoes Great Again. Es reaccionario en un sentido, pero también es un diagnóstico: reconoce que algo se ha perdido, aunque identifique mal la causa. La causa no es solo el cultivo enfocado en la durabilidad por sobre el sabor, sino la reorganización de la fruta como un producto que existe fuera del tiempo. Un tomate no puede saber a verano si nunca ha pertenecido al verano.
En este sentido, la sección de frutas y verduras es un archivo de ausencias. Cada pila de naranjas contiene una lista invisible de lo que falta: las estaciones que ya no obedecen, las distancias que han recorrido sin dejar huella, el trabajo borrado de la vista. El supermercado no miente: simplemente se niega a contar ciertas verdades.
La antropología de este espacio no trata sobre mercados exóticos en lugares lejanos, sino sobre los pasillos más banales y fluorescentes de la ciudad global. Estudiarlo es estudiar una forma condensada de globalización, en la que las frutillas en febrero no son un milagro, sino una expectativa. Allí es donde el truco temporal del supermercado es más poderoso: no se siente como magia, se siente como vida normal.
Y como toda normalidad, es política. La abundancia de la sección de frutas y verduras es a la vez una promesa y una distracción. Promete continuidad, un futuro que siempre se verá como el presente, y distrae de los costos ecológicos y sociales que hacen posible esa continuidad. La mirada antropológica no puede devolverle el sabor al tomate, pero sí puede devolverle la historia de cómo llegó hasta aquí. Tal vez, al contar esa historia, podamos volver a sentir las estaciones, incluso en febrero, incluso bajo luz fluorescente.
The Human Thread. Traducción: Tara Valencia