por Alexandra Cage
No tienes que leer. No tienes que leer las cosas correctas, en el orden correcto, con la postura correcta, a la edad correcta. No tienes que leer libros de bolsillo con las portadas arrancadas, ni libros de tapa dura con frases promocionales de Jonathan Franzen y Zadie Smith. No tienes que leer en la playa con las piernas cruzadas como tijeras, ni en el metro con tu bolso de tela cuidadosamente apoyado sobre las rodillas. No tienes que leer durante tu hora de almuerzo, ni antes de dormir, ni temprano en la mañana antes de que el mundo despierte y los algoritmos tomen el control. No tienes que leer seriamente. No tienes que leer correctamente. No tienes que leer en absoluto.
Hay algo curiosamente victoriano en la forma en que hablamos de la lectura hoy. No basta con que existan libros; deben ser moralmente beneficiosos. Leer no es solo una actividad; es una virtud. Ser lector es ser mejor. Y para ser mejor, hay que ser visto leyendo. No cualquier cosa, por supuesto, sino libros. Y no cualquier libro, sino novelas. Y no cualquier novela, sino aquellas que vienen con los respaldos correctos, las que tratan de trauma o guerra o sufrimiento generacional, las que la gente lee en el club de lectura y comenta en Instagram pero nunca, nunca termina. Leer ya no se trata de curiosidad o alegría o fricción o sorpresa. Se trata de rendimiento, estatus, una vaga sensación de superación personal que nadie puede definir del todo pero en la que todos parecen creer.
No siempre fue así. Las personas que ahora se lamentan porque “los jóvenes” tienen “mala comprensión lectora” son las mismas que décadas atrás insistieron en un canon literario que excluía casi todo lo que quedaba fuera de una visión del mundo occidental, masculina, blanca y heterosexual. Eran los guardianes de la puerta entonces, y siguen siéndolo ahora, solo que con herramientas nuevas. Cambiaron el tweed por los cárdigans, las revistas literarias por los pódcasts, y las torres de marfil por biografías de Twitter que parecen currículums de LinkedIn. Pero el mensaje no ha cambiado: hay cosas que vale la pena leer, por un lado, y por el otro, todo lo demás. Los mensajes no cuentan. Las letras de canciones no cuentan. Los subtítulos no cuentan. Las anotaciones al margen no cuentan. Las descripciones de TikTok definitivamente no cuentan. Nada de eso es lectura. Solo nosotros sabemos qué es leer. Y estamos muy decepcionados de ti.
Esta obsesión con los libros como la única forma legítima de lectura no solo está equivocada, sino que también es históricamente analfabeta. La mayor parte de la historia humana es oral. Contábamos historias antes de escribirlas. Transmitíamos mitos, técnicas, clasificaciones, sistemas de parentesco; nada de eso era “leído” en el sentido convencional. Leer como lo entendemos hoy es un fenómeno reciente. Leer en silencio, aún más. La idea de que la lectura debe ser privada, moral, edificante y civilizadora es una fantasía ideológica particular. Y sirve a instituciones particulares. A las escuelas, sobre todo. Pero también a universidades, editoriales, organizaciones literarias sin fines de lucro, centros de pensamiento corporativos, y a todos los miembros de la élite clerical que viven lamentando la muerte de algo que ellos mismos redujeron hasta volverlo irrelevante.
Esto no es un argumento contra los libros. Los libros son asombrosos. Los libros son portales, armas, hechizos, escondites, ideas que arden lento. Puedes amarlos, acumularlos, escribir en ellos, destruirlos. Los libros han salvado vidas. Los libros las han terminado. El problema no son los libros. El problema es cómo los hemos convertido en una credencial moral. Cómo reemplazamos la lectura por haber leído, y el haber leído por haber leído lo que todos los demás fingen haber leído. Hemos creado una cultura en la que leer se trata más de apariencia que de experiencia. Un buen lector no es alguien que encuentra algo nuevo, sino alguien que llega tarde a la misma fiesta y aun así quiere que le den crédito por asistir.
Y por supuesto, todo esto está envuelto en clase social. El tipo correcto de lectura siempre es aquella que indica gusto. Está codificada. Es costosa. Está llena de guiños y señales. Es el tipo de lectura que te consigue un lugar en el seminario o en la reunión editorial o en el panel del festival literario. Enfatiza que no es el tipo de lectura que ocurre en foros de fans, túneles de Wikipedia o secciones de comentarios de videos de YouTube de 2009. Puedes pasar seis horas leyendo sobre interpretación de cartas astrales, la caída de Yugoslavia o el diseño industrial de freidoras de aire, pero si no tiene lomo y una reseña en The New Yorker, no cuenta.
Esa idea de que “los chicos de hoy no leen” es perezosa y falsa. Leen constantemente. Leen a través de formatos, plataformas, registros. Leen memes, hilos, capturas de pantalla, manifiestos, tutoriales, fanfics, subtítulos mal traducidos y demasiada información médica errónea. Leen bajo vigilancia, entre distracciones y en ecologías informativas hostiles. Lo que no leen son los libros que les dijimos que importaban y luego hicimos completamente inaccesibles (ya sea por su precio, por su tono o por su total irrelevancia). Les dimos un canon que ignoró sus vidas y luego los culpamos por dar la espalda.
Leer, leer de verdad, está vivo y bien. Pero ya no necesita la aprobación de los intermediarios culturales para justificarse. No tiene que parecer tarea. No tiene que venir con café y manta. No tiene que estar en inglés. No tiene que estar en prosa. No tiene que estar publicado. Y definitivamente no tiene que ser una novela.
No tienes que leer para ser inteligente. No tienes que leer para ser bueno. No tienes que leer para merecer hablar. Lee porque quieres. Lee porque estás perdido. Lee porque algo brilla en una frase y no te suelta. O no leas. No lo finjas. No lo actúes. No compres ese aire callado de superioridad de las personas que creen que su estantería dice algo importante sobre ellas. Leer no está muerto, pero tampoco es sagrado. Y tal vez eso sea lo más liberador de todo.
En inglés. Traducción: Sarah Díaz-Segan