por Julia Sorensen
No necesitas anunciar que no estás en Instagram. El anuncio en sí arruinaría el punto. La negativa no es una pose, no es una declaración de virtud superior, no es el equivalente digital de mudarse a una cabaña en el bosque con una pila de novelas rusas. Es simplemente supervivencia. Respiras mejor sin la presión de narrar tu vida en cuadrados o videos cortos. Te niegas no porque te creas por encima de eso, sino porque quieres seguir vivo en una forma reconociblemente tuya.
Hay algo silenciosamente antropológico en esta decisión, aunque nunca lo hayas pensado así. Toda una población global ha reorganizado sus ritmos, rituales y autopercepciones en torno a plataformas que apenas existían hace dos décadas. Vivir fuera de esa corriente no es neutralidad sino una posición, una orientación. En ciertos círculos requiere justificación: por qué no estás en LinkedIn, cómo pueden etiquetarte, cómo se supone que te manden el video del mapache abriendo la puerta de la bodega. La ausencia exige explicación de un modo que la presencia nunca lo hace. Participar se ha naturalizado; no hacerlo se trata como desviación, o peor, como irresponsabilidad. Se espera que des cuentas de ti mismo, como si negarse a desplazarse por la pantalla fuera negarse a pagar impuestos.
Esa coerción es sutil pero real. La reunión de oficina se organiza en un grupo de Facebook, el congreso académico circula novedades en Twitter, la cooperativa de niñeras del barrio usa WhatsApp. Si resistes, debes inventar pequeños atajos. Te conviertes en la persona que dice: “¿Podrías enviármelo por correo?” lo cual suena arrogante o lastimoso. Eres el miembro del clan que se niega al banquete ceremonial pero igual quiere comer. Las redes sociales han hecho del “no-usuario” un rol dentro del mismo ritual. Tu abstención se pliega de nuevo en el sistema.
Pero la negativa todavía importa. Permanecer afuera significa no ensayar la coreografía de likes y comentarios que entrenan a la gente a desear visibilidad por encima de todo. Permaneces no cuantificado, o al menos menos cuantificado, resistiendo la conversión de tu vida en métricas diseñadas para alimentar sistemas publicitarios. Las plataformas venden atención, pero lo que realmente venden es conformidad: el empuje constante hacia una vida organizada en torno a ser visto. Cada like es una microdosis de reconocimiento y cada ausencia es una pequeña muerte. Abstenerse es rechazar esa farmacología de la validación.
No es una postura pura o heroica. Todavía tienes una cuenta fantasma en algún lugar, abierta por trabajo o curiosidad. A veces entras a revisar los escombros del momento cultural: el video viral, el colapso de una celebridad, el titular viral que declara que los millennials ya no comen cereales. Sabes lo suficiente como para reconocer los ritmos del feed, los picos y bajones de indignación, los pequeños éxtasis de la viralidad. Pero no actúas ahí. Te mantienes como espectador sin disfraz, visitante sin la carga de mantener un avatar. En antropología esto se llama “observación participante”, salvo que te has saltado la primera mitad. Observas sin participar.
Esa negativa no te hace moralmente superior. Ni siquiera te hace particularmente raro, aunque el mito sugiera lo contrario. Las encuestas muestran que una minoría significativa (en ocasiones hasta una cuarta parte) de adultos en Estados Unidos no usan cierta plataforma. Pero son invisibles por definición, ausentes del discurso que renueva constantemente la idea de que todos están en línea. Existir fuera de la plataforma es vivir en espacio negativo, definido por la omisión, visto solo cuando alguien nota tu ausencia en el banquete ritual.
Lo que ganas es menos obvio que lo que pierdes. Pierdes ciertas formas de conexión, oportunidades, incluso empleos. Los reclutadores viven en LinkedIn; los periodistas pescan opiniones en Twitter; los grupos comunitarios coordinan en Facebook. Sin esos canales, te pierdes cosas. Eres más difícil de encontrar, menos conveniente. Arriesgas la irrelevancia en una cultura donde la relevancia se mide por la presencia. Y aun así ganas algo más difícil de cuantificar: libertad de la comparación constante, liberación de la cinta sin fin de la performance. Puedes leer las noticias sin la urgencia performativa de mil desconocidos gritando al vacío. Puedes tener un pensamiento sin tener que empaquetarlo para una audiencia.
Esa libertad se siente casi ilícita. En la antropología del intercambio de dones, la negativa a corresponder es disruptiva; amenaza todo el tejido social. Las redes sociales han convertido la visibilidad misma en un tipo de don, intercambiado y correspondido sin fin. Abstenerse es salirse de esa economía. Incomoda. Sospechan que albergas juicios secretos, como si tu silencio fuera más fuerte que su ruido. Te preguntan otra vez: por qué no estás en Instagram. Y te encoges de hombros, porque cualquier explicación sonaría a condena. Mejor dejar que la ausencia hable.
La ironía es que incluso la abstención está moldeada por la cultura que resiste. No escapas de las redes negándolas; solo te colocas en otro lugar dentro de su paisaje. Te conviertes en antropólogo de tu propio tiempo, observando rituales sin unirte a ellos, consciente de que tu negativa sigue existiendo en relación con lo negado. Pero esa conciencia ya es una especie de claridad. No necesitas narrar tu desayuno, ni tus opiniones políticas, ni tu dolor privado. No necesitas existir como contenido.
Eso, al final, es la parte de la supervivencia. No supervivencia en el sentido dramático de huir de drones de vigilancia, sino en el sentido menor y cotidiano de proteger tu vida interior de ser constantemente extraída y vendida. Supervivencia como preservación del pensamiento antes de que se convierta en publicación, de la experiencia antes de que se convierta en performance. No tiene nada de puro ni de grandioso. Solo es la insistencia modesta en vivir sin la traducción constante en datos.
Así que sigues respirando a tu propio ritmo. Lees libros, o sales a caminar, o pierdes tiempo en formas que no dejan rastro. No eres invisible, sigues existiendo en el mundo de burocracias, anunciantes, gobiernos, pero has declinado la invitación a pasar tus horas ensayando para la mirada de desconocidos. No es heroísmo, ni renuncia, ni siquiera rebeldía. Es simplemente otra forma de estar vivo, una que requiere explicaciones ocasionales pero que entrega, a cambio, una quietud que se siente como libertad.
Traducción: Tara Valencia