por Sarah Díaz-Segan
Nueva York hablada en español es un fenómeno que podría parecer trivial, una pequeña curiosidad en el vasto panorama lingüístico global. Sin embargo, al observarla con más detenimiento, esta peculiaridad es tan intrincada, tan llena de matices, que se convierte en una de las expresiones culturales más densas y potentes de la ciudad. En el idioma español se encuentran los ecos de una ciudad que nunca se detuvo, que siempre ha estado en movimiento, y que al mismo tiempo logró guardar sus secretos en un código compartido por millones de personas. Pero, como todo en Nueva York, esta lengua es compleja, contradictoria, y, en muchos casos, un reflejo de las desigualdades y la lucha por pertenecer.
El español en Nueva York no es solo el idioma de los inmigrantes latinos. No es una versión edulcorada del idioma que usan los medios o los turistas que se pasean por el centro de la ciudad. El español de Nueva York está marcado por la urgencia, por la necesidad de supervivencia, por la memoria de generaciones que llegaron a este suelo buscando algo, pero sin saber bien qué. El español de Nueva York es el idioma de los que están en los márgenes. Se habla en calles donde la pobreza se mide en decenas de miles de dólares anuales. Se habla en casas donde las ventanas nunca se abren del todo, por miedo al frío o a lo que pasa afuera. El español de Nueva York es el idioma de la lucha diaria, y en esa lucha, no hay cabida para las florituras lingüísticas.
No es raro escuchar a los hispanohablantes de la ciudad moverse entre lenguas, con una fluidez que haría que cualquier lingüista se pusiera a aplaudir de pie en señal de admiración. Se habla español con un inglés insertado entre medio, como un condimento que sabe tanto a sal como a amargura. Este spanglish, por su propia naturaleza, es un reflejo de la coexistencia de dos mundos que rara vez se entienden del todo, pero que no tienen más opción que entrelazarse. El spanglish tiene más de identidad que cualquier intento de restaurar un “español correcto”. Es la manera de hablar de quien vive a medio camino entre dos mundos, sin un lugar claro al que llamar hogar, pero sin dejar de pelear por el derecho a sentirse en casa.
La visión que se tiene del español en Nueva York está plagada de estereotipos y malentendidos. Muchos, fuera de la ciudad, se preguntan cómo puede alguien llamarse a sí mismo “neoyorquino” si no habla inglés perfectamente. Y, sin embargo, la ciudad, en su infinita arrogancia, sabe que es un lugar que nunca ha sido uniforme, que nunca ha sido del todo blanco, del todo anglosajón, del todo estadounidense. Esto es: se puede ser neoyorquino y no ser blanco, ni anglosajón, ni estadounidense. Por eso esta ciudad es tan arrogante. Porque lo sabe.
Pero Nueva York nunca ha sido un hogar para muchos de sus habitantes, y el idioma es un recordatorio constante de esa disyuntiva. Los hispanohablantes que llegan a la ciudad son, en muchos casos, invisibles para el resto de la sociedad, atrapados en una red de trabajo precario, discriminación sistemática y barrios que se sienten más como un refugio que como una comunidad. Y, sin embargo, el español se resiste, se adapta, crece y encuentra formas de florecer. Los niños, que ya no hablan español como sus abuelos, se comunican con los padres de maneras que los adultos jamás entenderán del todo.
Hay una belleza oculta en el español de Nueva York, algo que se da por sentado pero que es, en muchos sentidos, el alma de la ciudad. A pesar de la falta de recursos, a pesar de la segregación, de la violencia, del abuso, el español en Nueva York tiene una capacidad de adaptación que podría sorprender a cualquier sociólogo o filósofo del lenguaje. Se adapta a las circunstancias, se ajusta a las expectativas, y cuando las cosas parecen estar a punto de desmoronarse, encuentra una manera de seguir adelante. Como lo ha hecho la ciudad misma.
Al final, cuando todo parece perderse en los estereotipos y los sesgos, el español de Nueva York sigue siendo un refugio. Es la lengua que, a pesar de las promesas rotas y los sueños no cumplidos, logró mantenerse viva. Y mientras sigan llegando nuevos inmigrantes, mientras sigan naciendo hijos de madres que no hablan inglés, mientras los nietos busquen el viejo idioma para comunicarse con sus abuelos, mientras los angloparlantes aprendan palabras más palabras para hacer las compras o para saludar a los vecinos, mientras haya cursos en las escuelas y en las universidades, mientras haya bibliotecas, canchas de fútbol, almuerzos compartidos, pasillos de edificio y programas estatales, el español continuará evolucionando en la ciudad, tomando nuevas formas, mutando con el paso del tiempo. Se reinventa, se amolda a la realidad cambiante, pero nunca olvida de dónde viene. Es un recordatorio de que, incluso en los lugares más oscuros de Nueva York, la lengua nunca abandona a sus hijos. Y por mucho que las personas con poder intenten borrar o silenciar esa historia, sea con una orden presidencial o con el mero desprecio, el español de Nueva York, con su irreverencia y su resistencia, sigue dando vueltas, como lo hace la ciudad misma.