por Dan Cappo
Ya vimos este episodio, y todavía lo estamos viendo
Ya sabemos cómo termina esto. No solo porque leímos el libro —aunque sí, lo leímos, muchas veces— sino porque ya tuvo adaptación, reboot y relanzamiento suave en la realidad de la forma más derivativa posible. El clima colapsa como un disco duro corrupto. Las ciudades se llenan de drones y multimillonarios con chalecos de Patagonia. Las máquinas se quedan con los trabajos. Los fascistas se suben al atril. Nos tocan pandemias en serie, reediciones de autoritarismo y guerras de clases en modo expansión. La trama está gastada, los villanos no tienen carisma, los efectos especiales son desparejos. Y sin embargo seguimos yendo a la ciencia ficción como si todavía escondiera un secreto. Y quizás lo hace.
A esta altura deberíamos resentirnos con el género. Al fin y al cabo, la ciencia ficción —al menos la más popular, la más pulida— nos ofreció un menú de futuros demasiado binarios, demasiado ordenados. Utopía o infierno. Singularidad o extinción. O las máquinas nos liberaban o nos esclavizaban, con poco espacio para el horror lento y burocrático de ser reemplazados cortésmente por un algoritmo 13% más eficiente e infinitamente menos sindicalizable. La realidad se abalanzó sobre nuestra imaginación y le limó los bordes. Ahora vivimos en un mundo con microplásticos en la placenta y multimillonarios que nombran a sus hijos como si fueran cadenas de verificación CAPTCHA. Uno pensaría que eso arruinaría la ficción. Pero no. Seguimos leyendo.
Hay una razón por la cual la peor ciencia ficción suele confundirse con las noticias. No porque la realidad se haya vuelto imaginativa, sino porque la ciencia ficción nos entrenó emocionalmente para soportar lo absurdo. Un funcionario dice que el cambio climático es “clima con opiniones” y, en lugar de entrar en pánico, nos acordamos de una línea de Philip K. Dick. Un perro robot persigue a un chico por la vereda y pensamos: Black Mirror, temporada dos. Clasificamos la locura porque la ciencia ficción nos enseñó a identificar las formas del colapso. No entendemos el mundo, pero reconocemos su silueta. Eso es una forma de alfabetización. Tal vez incluso de defensa.

Pero el verdadero truco es otro: cuando la ciencia ficción funciona, lo que hace no es predecir, sino desviar. Es un acto de prestidigitación que dice “mira allá”, mientras tu condición real sigue zumbando fuera de cuadro. El género nos deja ensayar emociones que vamos a necesitar más adelante, cuando las locuras lleguen de verdad. La distopía nunca sorprende; es emocionalmente legible porque ya la practicamos en ficciones. Probamos sentir asco, inquietud, agotamiento. Ensayamos el espanto en mundos imaginarios para poder dosificarlo cuando llegue a casa.
Igual eso no explica el hambre. El hambre real. No solo la necesidad de entender el mundo, sino el deseo de perdernos en uno inventado, incluso cuando el real parece un pastiche plagiado. ¿Por qué, después de ver tres segmentos seguidos sobre propaganda bélica generada por IA y multimillonarios lanzándose al espacio en tubos fálicos, abrimos otra novela de Octavia Butler? ¿Por qué todavía nos consuela la ficción especulativa cuando la especulación misma se volvió una papilla monetizada, gamificada y churneada por algoritmos?
Porque la mejor ciencia ficción no escapa de la realidad. La afila. Vuelve extraño al presente. Su poder no está en la extrapolación, sino en la desfamiliarización. Cuando Ursula K. Le Guin escribe sobre un mundo sin género o sin capitalismo no está trazando un plano. Está sosteniendo un espejo con el marco torcido para que, al mirar el mundo, también lo veas torcido. Para que veas lo arbitrario que siempre fue todo.
La mala ciencia ficción te dice cómo va a terminar el mundo. La buena te muestra que no tenía por qué ser así.
Y esa diferencia importa, sobre todo ahora, cuando gran parte de la realidad se endureció en una abismal inevitabilidad. Las corporaciones son conscientes, pero apenas. La política es delirante, pero aburrida. Los glaciares mueren con el dramatismo de actrices shakesperianas. Todos somos protagonistas cansados de una franquicia ajena. Y aun así seguimos buscando historias. No solo para imaginar otros mundos, sino para recordar que este también puede reimaginarse.

No es coincidencia que el renovado interés por la ciencia ficción haya llegado en el momento más paralizado de la política. El género hace lo que la política ya ni intenta. Piensa en líneas de tiempo largas. Tolera la complejidad. No necesita pasar por un comité. Y, quizás lo más importante, no confunde optimismo con esperanza. La ciencia ficción puede ser oscura. Pero rara vez es cínica. No asume que lo peor es natural. Solo dice que es probable. Y la probabilidad se puede hackear.
El futuro no es un pronóstico. Es una pelea. La ciencia ficción nos recuerda eso. Incluso cuando las visiones son ingenuas, o distopías chic, o hinchadas de palabrerío técnico, las mejores todavía llevan adentro una obstinada negativa a aceptar que las cosas tienen que ser como son.
Sí, el mundo parece mala ciencia ficción. Pero eso solo vuelve más urgente a la buena. Si vamos a quedarnos atrapados en una historia, al menos empecemos a escribirla mejor.
En inglés. Traducción: Horacio Shawn-Pérez