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La cautela fantasmal de Stephen King

Publicado el

por Dan Cappo

En Never Flinch (2025), Stephen King regresa una vez más a Holly Gibney, su detective favorita de esta etapa tardía y su improbable ancla moral. La novela es un thriller, en teoría: Holly se ve envuelta en una doble trama que involucra a un asesino en serie obsesionado con la venganza y a una conferencista feminista perseguida por un fanático religioso. Pero debajo del mecanismo narrativo hay algo más frágil, más revelador. King no solo escribe un libro de misterio. Escribe anticipándose a ser malinterpretado.

Hay una nerviosidad que recorre cada oración de Never Flinch. No tensión narrativa —King aún sabe generar suspenso con los ojos cerrados— sino algo más existencial. Los villanos están dibujados con una precisión caricaturesca: incels trumpistas, fanáticos evangélicos, hombres rotos que canalizan su impotencia en violencia reaccionaria. Y sin embargo, es imposible no notar cuán cuidadosamente están escritos todos los demás. Kate McKay, la conferencista feminista, es audaz pero simpática. La propia Holly sigue siendo excéntrica pero competente, su TOC convertido ahora más en virtud que en carga. Es como si King hubiera construido toda la novela sobre una cuerda floja tendida entre la conciencia social y la negación plausible.

Esto no es nuevo. Desde alrededor de 11/22/63, King ha mezclado cada vez más la nostalgia personal con el liberalismo político, como si la era de Kennedy pudiera reanimarse y usarse como arma para defenderse del fascismo y de TikTok. Desde hace ya algo más de una década, luego del Me Too, o anticipándolo, en novelas como The Outsider y Billy Summers, por no hablar de aquella de las mujeres dormidas que escribió con uno de sus hijos, King ha poblado sus novelas con villanos sacados directamente de pesadillas mediáticas progresistas: nacionalistas blancos armados, fascistas de YouTube, hombres con almas envueltas en alambre de púas y seguidores digitales para probarlo. A veces funciona. Pero muchas veces se siente como un atajo estético. No son villanos cuya maldad se desliza lenta y seductoramente, como en It o The Shining. Son malvados porque ven Fox News y citan a Jordan Peterson. Están equivocados porque están equivocados. El horror deja de ser lo que los humanos son capaces de hacer y se convierte en un boletín moral.

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Mientras tanto, el tema del género sobrevuela todo como una alarma de humo que no se apaga. Es imposible leer Never Flinch sin pensar en It —sí, esa escena en las cloacas, la orgía infantil que King insiste fue una metáfora de unidad. Durante décadas pudo salir impune, protegido por su reputación literaria y la amplitud de tolerancia del género de terror. Ahora, en sus setenta, escribe como alguien que sabe que por fin van a confrontarlo. Escribe como alguien que ya leyó los hilos de Twitter, que ya vio las reseñas en Goodreads, y que decidió adelantarse al escándalo.

Así que escribe feministas con respeto. Escribe la rareza de género con ambigüedad. Escribe villanos con los que su audiencia objetivo nunca podría empatizar. Escribe como alguien que quiere demostrar que hizo la tarea.

Esto no quiere decir que Never Flinch sea un fracaso. Al contrario, está estructurado con habilidad, narrado con agilidad y sorprendentemente absorbente en su tramo final. Holly sigue siendo una presencia fuerte; su mezcla de timidez y firmeza es una de las cosas más honestas que King ha creado en años. Y el asesino, Donald “Trig” Gibson, tiene momentos de verdadera profundidad psicológica. No es un monstruo, exactamente, sino algo más aterrador: un hombre roto que cree que el mundo le debe un saldo de cadáveres. Pero incluso Trig pasa por un filtro cultural. Es un bruto MAGA con problemas paternos y furia misógina, y su ideología nunca está lejos de sus armas. King ha dejado de imaginar el mal. Ha empezado a diagramarlo.

Hubo un tiempo en que los villanos de Stephen King no necesitaban afiliaciones. Eran payasos ancestrales, vampiros psíquicos, esposos violentos con hachas. Eran aterradores porque eran plausibles, metafísicos, humanos. Venían desde dentro, no desde las noticias. Pero hoy King parece más preocupado por ser claro que por ser terrorífico. En su intento por estar del lado correcto de la conversación, ha empezado a escribir como si tuviera miedo de ser malinterpretado, algo fatal, quizás, para un escritor que se especializó en la ambigüedad, el tabú y el espanto.

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El problema no es que Never Flinch sea demasiado político. King siempre fue político. La zona muerta prácticamente escribió el manual sobre la inestabilidad presidencial. Carrie está empapada en pánico de género y violencia religiosa. Pero en esos libros, la política era parte del horror. Ahora, el horror parece una posdata de la política. La ideología lidera y los sustos la siguen.

Es tentador ver esto como una cautela de carrera tardía, el equivalente literario de una estrella de rock envejecida haciendo un álbum de covers en lugar de uno nuevo. Pero es más que eso. Es el miedo a la retrospección, a que alguien trace la línea desde la escena de sexo en las cloacas en 1986 hasta una sensibilidad contemporánea que ya no tolera el “simbolismo” a costa de la ética. King lo sabe. Lee las críticas. Tuitea al respecto. Sigue escribiendo, publicando, vendiendo. Pero Never Flinch se lee como el trabajo de un hombre que mira demasiado seguido por el espejo retrovisor. Y en la ficción, como en la vida, así es como uno empieza a desviarse.

Esto no es un ataque. Never Flinch es mejor que la mayoría de lo que llena la lista de bestsellers. King todavía tiene instintos que muchos escritores envidiarían. Pero si uno quiere entender qué pasa cuando un autor célebre por provocar miedo empieza a tener miedo, no de los monstruos, sino de sus lectores, este es el libro. No es su peor obra. Pero es un espejo, sostenido con firmeza, y temblando un poco.

En inglés. Traducción: Sarah Díaz-Segan

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