por Julia Sorensen
La Generación X es la única generación que parece escapar del desprecio. A los millennials los molestan a diario por la tostada de aguacate, las deudas y los memes de terapia. A la Generación Z la ridiculizan por los bailes de TikTok, por hablar en siglas que nadie mayor de 25 entiende, por supuestamente haber matado la ironía y luego revivirla en formas grotescas y nerviosas. Los boomers son el saco de boxeo por defecto, condenados por acaparar riqueza, destruir el clima y seguir insistiendo en llamar por teléfono en lugar de mandar mensajes. ¿Y la Generación X? Los flojos, los niños con llaves colgadas al cuello, los que consumían MTV como si fuera escritura sagrada. De algún modo salen ilesos. Nadie los odia. Nadie siquiera discute demasiado sobre ellos. Se les permite ser el hijo del medio ignorado, salvo que extrañamente se les admira por eso.
Parte de esto es el camuflaje que perfeccionaron desde temprano. La Generación X aprendió a poner los ojos en blanco antes de aprender a manejar. Cultivaron la ironía como estrategia de supervivencia, una manera de rechazar la sinceridad justo en el momento en que se la exigía. No podían permitirse el optimismo, pero tampoco abrazaron el melodrama. El apocalipsis siempre estaba a la vuelta de la esquina, ya fuera nuclear, ambiental o simplemente económico. Así que encogieron los hombros. Compraron camisas de franela. Escucharon bandas que cantaban sobre nada y sobre todo. Trataron la adultez como una estafa, pero aceptaron que tarde o temprano caerían en ella de todos modos. Cuando se crece de esa forma, la cultura no sabe cómo castigarte después.
El odio generacional suele enraizarse en los excesos. A los boomers se les acusa de codicia, a los millennials de tener derechos adquiridos, a la Generación Z de exhibicionismo. La Generación X, en cambio, hizo virtud de la ausencia. No fueron demasiado ruidosos, demasiado visibles, demasiado necesitados. No insistieron en ser los protagonistas de la historia. Incluso detestaban que se les llamara “Generación X”, un marcador de vacío que se suponía temporal, y lo transformaron en insignia de honor. Su rebelión no fue en las calles, sino en negarse a aparecer. No se puede odiar lo que no está.
Ese acto de desaparición también es lo que los hace misteriosos. Para quienes vinimos después, la mitología de la Generación X vive en fragmentos: cintas VHS borrosas de videoclips, películas de culto que nadie vio hasta que salieron en ediciones de colección, personajes sarcásticos de comedias que no se interesaban por nada salvo la siguiente taza de café. La Generación X parece definida e indefinible al mismo tiempo, como una banda que nunca se vendió al sistema solo porque se separó antes de que alguien se diera cuenta. Se les recuerda por no ser recordados. Y eso es un truco que ninguna otra generación ha logrado.
Aun así sería un error ver su ausencia como pasividad. Fueron los primeros en crecer en un paisaje mediático totalmente corporativo y aprendieron rápido cómo esquivarlo, hackearlo o rechazarlo por completo. Los fanzines, el rock independiente, la radio pirata, los festivales de cine alternativos: ellos construyeron la infraestructura paralela de la cultura que más tarde otras generaciones confundieron con terreno natural. Incluso la primera promesa subversiva de internet, antes de que se convirtiera en un centro comercial, le debe mucho a la ética de desapego “hazlo tú mismo” de la Generación X. Las plataformas no sobrevivieron, pero la sensibilidad sí.
También está el hecho de que envejecieron con elegancia hacia el desencanto. Los boomers nunca se perdonaron hacerse viejos, ver cómo Woodstock se transformaba en Walmart. Los millennials cargan sus ambiciones frustradas como heridas abiertas, convencidos de que les robaron futuros que nunca existieron. La Generación Z proyecta al mismo tiempo condena y utopía, como si tuitear la desesperación climática pudiera sustituir un movimiento político real. ¿La Generación X? Simplemente envejeció. Consiguieron hipotecas, criaron hijos y siguieron escuchando a sus bandas favoritas de 1993 sin pretender que esas bandas salvarían al mundo. No exigieron ser celebrados por hacer lo obvio de la adultez, y por eso, paradójicamente, se ganaron un cierto respeto.
Es tentador llamarlos cínicos, pero eso pasa por alto la sutileza. El cinismo implica amargura, insistencia en que la esperanza es ingenua. La Generación X practicó una forma más fría de escepticismo, una que les permitió seguir adelante sin esperar demasiado. No proclamaron utopías, pero tampoco se regodearon en la desesperación. Inventaron el encogimiento de hombros que adoptaron los millennials y que la Generación Z convirtió en meme. Sabían que el fracaso estaba incorporado en el sistema y actuaron en consecuencia. Esa postura ha envejecido mejor que las proclamas ruidosas de idealismo o catástrofe que definen a otras generaciones.
Quizá por eso la pregunta de si la Generación X es la “mejor” generación flota medio en broma. Por supuesto, las categorías son absurdas. Ninguna generación es monolítica. Cada cohorte está fracturada por clase, raza, geografía, suerte. Pero aun así, hay algo en la Generación X que parece envidiable. Tuvieron infancias analógicas y adulteces digitales, lo que significa que recuerdan el aburrimiento como una condición física pero también pueden usar Spotify sin miedo. Nunca esperaron que las instituciones los salvaran, lo que significó que no tuvieron que fingir sorpresa ante la traición. Supieron equilibrar ironía y realismo de una forma que hoy parece casi utópica: lo suficientemente distantes para ver a través de las mentiras, lo suficientemente comprometidos para sobrevivirlas.
Para quienes llegamos después, la Generación X luce como un punto de fuga: los últimos niños que podían desaparecer horas sin ser rastreados, los últimos jóvenes adultos que podían pagar renta en ciudades grandes trabajando medio tiempo, los últimos adultos de mediana edad que no convirtieron la paternidad en un ejercicio de marketing personal. Ocupan un espacio liminal, atrapados entre el pasado analógico y el futuro digital, pero lograron quedarse con lo mejor de ambos sin ahogarse en ninguno. El misterio no es que nadie los odie. El misterio es que, en retrospectiva, puede que realmente lo hayan logrado.
Y quizá ahí radica la verdadera razón de la admiración. En una cultura obsesionada con la visibilidad, la Generación X demostró que la invisibilidad puede ser una forma de poder. No fueron los más ruidosos, ni los más ricos, ni los más revolucionarios. Fueron los que descubrieron cómo deslizarse entre todo, cómo sostener su escepticismo sin caer en el nihilismo, cómo vivir sin exigir que la historia les dedique un día festivo. Todas las demás generaciones están atormentadas por sus fracasos. La Generación X simplemente siguió adelante. Y si eso no es éxito, entonces quizá necesitamos redefinir lo que significa.
Traducción: Mara Taylor