HomeCONTEXTOANTROPOLOGÍAEl olor de los libros viejos y otras mentiras que hemos amado

El olor de los libros viejos y otras mentiras que hemos amado

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por Haley Bliss

Empieza apenas se abre la puerta. Una breve vacilación, y luego el golpe pesado de papel y tiempo, tinta y moho, polvo y mil dedos que una vez pasaron estas páginas. No lo estás imaginando. El olor es real. Compuestos orgánicos volátiles, lignina descomponiéndose, vainillina liberada por el papel en decadencia. Hablando químicamente, es un leve estertor, agradable solo porque llega envuelto en nostalgia y se vende como encanto. Ese olor en las librerías de viejo —el que la gente describe como cálido, rico, reconfortante— es podredumbre. El papel se descompone. Y nosotros, por razones que pueden o no ser del todo inocentes, encontramos consuelo en la descomposición.

Hay que dejar de lado la sentimentalidad. Esto no trata de acurrucarse con una taza de té ni del susurro de las páginas bajo los dedos. No trata del desván de tu abuela ni de algún momento medio recordado de la infancia en un rincón soleado de la biblioteca. Ni siquiera trata de libros. Trata de lo que queremos que la decadencia signifique y de lo que tememos que signifique en realidad.

La experiencia olfativa de los libros viejos ya fue cuantificada. Investigadores del University College de Londres analizaron los compuestos orgánicos volátiles que libera el papel envejecido y hallaron un perfil químico tan distintivo que puede fechar materiales sin tocarlos. La ciencia es elegante, aunque ligeramente perversa. No necesitas leer el libro; puedes oler su historia. Todo está ahí, en las moléculas. La lignina es químicamente similar a la vainilla, de ahí las notas reconfortantes. No ocurre porque el papel intente seducirte. Solo se está muriendo de una forma que huele dulce. Lo llamamos agradable porque los humanos, con toda nuestra astucia posindustrial, logramos olvidar cómo huele realmente la descomposición. Nuestra descomposición está enmascarada en químicos y esterilidad. La del libro todavía tiene la decencia de oler a memoria.

La antropología siempre tuvo un romance un poco embarazoso con lo sensorial. No del todo respetable, demasiado cerca de la subjetividad, difícil de citar usando APA. El olor, en particular, escapa a la taxonomía. Es escurridizo. Se mueve más rápido que el lenguaje. Es el único sentido que esquiva el tálamo y va directo al sistema límbico, esa zona sin ley donde convergen la memoria, el deseo y el miedo. El lenguaje neurocientífico es ordenado. El efecto no. Un solo olor puede hacerte llorar. O hacerte mentir. O ambas cosas.

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Pero ¿qué significa que el olor a pulpa de papel, tinta de imprenta y esporas invisibles de moho nos dé consuelo? ¿Qué, exactamente, estamos lamentando?

Las librerías de viejo no son realmente librerías. Son gabinetes de fantasmas. Lo que olemos al entrar es un apocalipsis curado. Cada libro es un objeto fuera de lugar. Ya falló en su propósito original: ser leído, ser guardado, ser deseado. Y sin embargo, persiste. Un libro en una estantería de segunda mano es como un perro callejero con un gorro de cumpleaños. Un remanente de algo que una vez se quiso, ahora flotando entre la utilidad y el mito.

Foto: Tomas Martinez.

Estos espacios ofrecen una performance del gusto. No están pensados para quienes verdaderamente necesitan libros —para eso, las bibliotecas siguen siendo los últimos bastiones del acceso democrático, aunque un señor llamado Donald Trump ahora nos diga que no vale la pena mantenerlas— sino para quienes desean ser vistos necesitándolos. El olor es un atajo. Entras y te sientes inteligente al instante. O al menos, cerca de la inteligencia. Inteligencia polvorienta. Inteligencia curada. Es el olor de la auto-adulación intelectual. No necesitas leer a Derrida; basta con pasar los dedos por el lomo e inhalar profundamente, como si el entendimiento pudiera absorberse por ósmosis.

El olor hace algo. Importa. Incluso si el significado que le asignamos es, como tantas otras cosas, un fraude construido socialmente. Hay algo profundamente humano en cómo nos aferramos a lo sensorial —el olor, sobre todo— como una brújula en un mundo que ya no ofrece mucha orientación. No estamos equivocados en conmovernos. Pero tampoco somos inocentes.

Porque la nostalgia no es solo memoria. Es la memoria puesta al servicio de algo. Los griegos antiguos acuñaron nostos (regreso al hogar) y algos (dolor). El dolor del regreso. Pero nuestra versión ha perdido el dolor. Usamos la nostalgia como estabilizador del ánimo. El olor a libros viejos no nos lleva a casa. Nos deja imaginar que tuvimos una casa. Una con estanterías. Una donde el tiempo pasaba lento. Una donde el conocimiento se sentía tangible, sólido, encuadernado, no disperso en servidores de empresas que no pagan impuestos.

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Hay una honestidad vulgar en la forma en que envejecen los libros. Sin actualizaciones automáticas. Sin esconderse tras interfaces. Las páginas amarillentas, las manchas, las tapas deformadas hablan con franqueza del paso del tiempo. No como nuestros archivos digitales donde nada muere y nada es real. Tal vez eso es lo que nos atrae. No los libros en sí, sino el hecho de que admiten ser mortales.

Confiamos más en el olor que en el lenguaje. Un sonido puede engañar. Un color puede cambiar con la luz. Pero puedes creer en un olor. Incluso cuando no deberías. La historia del perfume es la historia del engaño: enmascarar la podredumbre, simular pureza, aumentar el atractivo. El olor de una librería de viejo no está diseñado, pero opera igual. Cubre el fracaso con insinuación. Sugiere algo perdido, sin nombrar qué.

Los antropólogos hablaríamos de un esquema sensorial, una forma culturalmente específica de interpretar olores a través de valores. En Occidente, especialmente entre la burguesía letrada, el olor de los libros viejos suma capital simbólico. Te marca como alguien que siente el peso del pasado, pero con distancia irónica. No estás leyendo para aprender; estás hojeando para recordar cómo se sentía aprender. No se trata del contenido, sino del efecto. La librería de viejo es una instalación emocional. Entras. Hueles. Te sientes inteligente. Te marchas.

Pero el olor se queda. Se impregna en el abrigo. Se asienta en tu bolso. Lo llevas contigo, como un apretón de manos secreto. Un recordatorio de que estuviste en un lugar más lento. Un lugar que requería tacto. Un lugar que no gritaba por tu atención con urgencia pixelada.

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¿Un lugar real? Quizás. Pero probablemente no.

Seamos claros. La mayoría de los libros en estos lugares son basura. Manuales obsoletos, libros de viaje racistas, biblias desintegradas. Su valor no está en lo que dicen, sino en cómo huelen. El contenido es irrelevante. Esto no es un archivo. Es un mausoleo, curado para el placer, no para la verdad, ni para el conocimiento. El olor se vuelve fetiche. No quieres el libro. Quieres la experiencia de quererlo. Y esa experiencia, gracias a su anclaje olfativo, se siente antigua. Confiable. Cálida.

Hay algo obsceno en cómo estetizamos la decadencia. Pero lo hacemos. Porque nos da control. La muerte se vuelve encantadora. El envejecimiento, atmosférico. Sabemos cómo huele esto, decimos. Y entonces, no tenemos miedo.

Pero deberíamos tenerlo. El olor es una advertencia, no un consuelo. Es el olor de un medio en declive. Del conocimiento desplazado por los motores de búsqueda. Del tacto reemplazado por el deslizamiento. Lo romantizamos precisamente porque está muriendo. Y porque somos cómplices de su muerte.

Igual, el olor permanece.

Y es hermoso. No porque sea inocente, sino porque es exacto. Las moléculas no mienten. Te dicen con precisión cuánto ha viajado ese libro, cuánto tiempo estuvo sin leerse, cuántas horas de sol lo descompusieron. Son huellas químicas, no metáforas.

Tal vez ese sea el milagro. No que amemos el olor de los libros viejos, sino que hayamos aprendido a sobrevivir nuestras propias traiciones convirtiéndolas en rituales. Olfateamos. Nos demoramos. Lo llamamos amor. Y tal vez, en cierto modo, lo sea. No del tipo tierno, sino del tipo brutal. El que sabe de qué está hecho y elige quedarse de todas formas.

Así que sí, huele bien ahí adentro. Pero no es un perfume.

Es un réquiem. Y lo respiras como si fuera una oración.

The Human Thread. Traducción: Francis Provenzano.

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