por Tara Valencia
El primer día del año en Nueva York siempre da la sensación de que la ciudad misma está con resaca. Las calles están más tranquilas, el metro huele un poco menos a arrepentimiento e incluso los rascacielos parecen inclinarse un poco, como si se hubieran quedado despiertos hasta muy tarde. Pero hay una especie de belleza en ello. Es la ciudad tomando un respiro, un suspiro colectivo antes de sumergirse en otro año de esfuerzo, ajetreo y, ocasionalmente, tropiezos.
La verdad es que esta ciudad, con todo su brillo y su coraje, es el espejo perfecto para el resto de nosotros. Nueva York es un lugar de riqueza obscena y desigualdad asombrosa, donde una cuadra puede tener estrellas Michelin y la siguiente, despensas de alimentos. Es donde los sueños se forjan y se desmoronan al mismo tiempo, donde nos despertamos cada día para luchar por el alquiler, por el respeto, por una pequeña pizca de alegría.
Y, sin embargo, seguimos adelante. Porque, ¿cuál es la alternativa? Rendirse no está en el ADN de aquí, y no está en el nuestro como personas. La esperanza, frágil, maltrecha, pero persistente, nos mantiene en movimiento. Está en la madre soltera que hace malabarismos con tres trabajos para que su hijo pueda tener la oportunidad de hacer algo mejor. Está en el artista que pinta su alma en un lienzo que no está seguro de que alguien vaya a comprar. Está en los activistas que marchan, en los maestros que enseñan, en las enfermeras que cuidan, en el músico callejero del metro que toca una melodía aunque nadie se detenga a escuchar.
Esta no es una oda optimista a la resiliencia. Las cosas son difíciles. Las cosas son injustas. Y, a veces, son simplemente horribles. Pero tal vez la belleza de un nuevo año es que es un recordatorio de que todavía estamos aquí. Que hemos sobrevivido a otra órbita alrededor del sol. Que estamos tratando, a pesar de todo, de construir vidas que importen, para nosotros mismos y para los demás.
Los neoyorquinos saben algo de eso. La ciudad es un mosaico de persistencia. Lo vemos en las bodegas que permanecen abiertas durante las ventiscas, en los vecinos que llevan sopa a un amigo enfermo, en los desconocidos que gritan “tú puedes” durante el maratón. Lo vemos en el horizonte, en cada aguja obstinada que raspa las nubes.
Así que brindemos por el 2025. Será un año caótico. Habrá desilusiones y titulares que nos harán querer tirar nuestros teléfonos al East River. Pero también habrá risas en los restaurantes a las dos de la madrugada, fiestas improvisadas en el parque y algún milagro ocasional: un lugar para estacionar donde menos lo esperas, la amabilidad de un extraño, un momento de paz en el caos.
Sigamos luchando por un mundo mejor, por una ciudad y un planeta donde todos tengan una oportunidad justa. Pero también tomémonos un momento para maravillarnos ante la pura audacia de la esperanza humana. Es lo que nos levanta de la cama en las mañanas más sombrías. Es lo que nos hace creer que, tal vez, este año sea el año en que finalmente lo hagamos bien, o al menos nos acerquemos un poco más.
Feliz año nuevo. Hagamos que cuente.
En inglés