por Sarah Díaz-Segan
En el vasto y a menudo autocomplaciente universo de las biografías literarias, El corazón del asunto (Gog & Magog, 2024) de la escritora Daniela Pasik no solo destaca sobre el resto: directamente le muestra el dedo del medio al género. Esta exploración audaz de la vida y la obra de la poeta Irene Gruss no repite los lugares comunes del drama cronológico ni de la revelación melodramática. Rechaza los fuegos artificiales. Rehúye los clímax. No hay prólogo con una infancia mágica ni epílogo con una muerte luminosa. Hay, en cambio, fantasmas. Opiniones. Poetas que recuerdan, que pelean, que dudan. Y en ese gesto está la novedad: no es una biografía, es una reunión de voces que no quieren cerrar nada.
Gruss, figura insoslayable de la poesía argentina, en particular de la llamada generación del 80, nació en 1950 y murió en 2018. Publicó libros, fundó grupos de poetas, dictó talleres, escribió en diarios y revistas, trabajó como correctora, participó de la vida cultural de esa lejana y extraña ciudad que es Buenos Aires. Tuvo una vida discreta. Nunca se convirtió en monumento. Nunca buscó la posteridad. Prefería los bordes, los márgenes, los bares de barrio donde se hablaba de versos con olor a café quemado. Se quedaba en su casa y miraba televisión. Escribía con una precisión quirúrgica y con una rabia que no hacía ruido. Su nombre no llenaba estadios, pero atravesaba generaciones. Y Pasik lo sabe. Lo respeta. Por eso no la empuja al centro de la escena. Por eso la invoca en los márgenes, con voces laterales, con relatos que no terminan de cerrar, con momentos pequeños que arden. En una cultura literaria que a menudo equipara el tumulto con la trascendencia, esta moderación es a la vez revolucionaria y refrescante.
La estructura del libro es deliberadamente antiheroica. No hay grandes gestas. No hay redenciones. Hay, en cambio, un entramado coral que recuerda más a una etnografía que a una cronología. Como si Pasik hubiera organizado una especie de ritual antropológico donde las voces de los que conocieron a Gruss —poetas, editores, discípulos, amigos, familiares— fueran convocadas a un fogón imposible para hablar de ella. Y en ese hablar, hacerla volver. No para idealizarla. Para discutirla. Para equivocarse sobre ella. Para quererla.
Hay algo profundamente filosófico en ese gesto. El yo no es una unidad cerrada, sino una constelación de relaciones. Gruss es eso: una trama de ecos. Su vida no se cuenta: se reconstruye con retazos, como si Pasik dijera que no hay otra forma de narrar lo vivido. Es una idea muy próxima a la del “yo espejo” de Cooley: nos hacemos en la mirada de los otros. Este libro no intenta atrapar a Gruss sino rodearla; dialogar con su fantasma usando palabras ajenas. Parece sugerir que nuestras identidades son menos construcciones solitarias y más tapices comunitarios, tejidos a partir de los hilos de nuestras interacciones y relaciones.
Sin embargo, no es un libro fragmentario. Hay una arquitectura subterránea. Un ritmo. Una cadencia que sostiene el caos. Porque Pasik no solo escucha: edita. Corta. Ordena. Tensa. Lo que parece espontáneo es pura orfebrería narrativa. Es un libro escrito con el oído. Con ese oído tan raro que distingue entre el testimonio y la pose, entre la emoción y el cliché, entre el recuerdo y el mito. Un poema de Gruss se titula “Torcés la anécdota”; lo que Pasik hace en el libro es torcer la biografía.
Puede parecer un truco para esquivar los grandes temas. No es así. Los toca todos. Solo que de costado. La muerte. La posteridad. El canon. La envidia. La amistad. El olvido. Sobre todo el tiempo. Ese tiempo que corroe, que desordena, que convierte en leyenda lo que fue apenas algo dicho o no dicho durante una lectura de poesía (“qué demagogo, Zurita”). El corazón del asunto es también un ensayo sobre cómo recordamos. Sobre quiénes merecen ser recordados. Y sobre quiénes deciden —con una dignidad feroz— no dejarse convertir en estatuas.

A nivel histórico, la biografía (sí, vamos a seguir llamándola así) no esquiva el contexto. Pero no lo sobreexplica. No convierte a Gruss en víctima ni en heroína de época. Fue una poeta que atravesó dictaduras, transiciones democráticas, crisis económicas, pero que no subordinó su escritura a nada. Gruss no era una poeta “de su tiempo”. Era una poeta de lo cotidiano. Y contra el tiempo. O mejor: a pesar del tiempo. Eso también lo entiende Pasik, que llega a decir que “el tiempo no existe”. Y por eso no encierra a Gruss en la historia. La deja hablar en presente. Como un fantasma con acento porteño.
Hay quienes podrían decir que el libro es caprichoso, que se dispersa, que no tiene “tesis”. Pero quienes dicen —o podrían decir— eso, delatan una nostalgia por las formas muertas. No es falta de rigor. Es libertad narrativa. Y es también una propuesta política. Porque en una época donde todo se mide, se jerarquiza y se monetiza, donde todo es cinismo con código de barras, este libro se permite el lujo de ser cariñoso. Y no hay gesto más radical que ese.
La escritura, además, es de una belleza desarmante: “Es hermoso y triste estar de visita en el mundo de alguien querido que ya murió”. Pasik no solo escribe bien. Escribe con precisión, con inteligencia, con humor. Tiene talento, claro. Pero esto va más allá del talento. Hay algo en su prosa que desborda. Que no se puede enseñar. Una voz. Una sensibilidad para el detalle mínimo, para el ritmo de una frase, para la ironía justa. Leerla es como conversar con alguien que no necesita demostrar nada.
Al terminar, al dejar al fantasma sentado en un pequeño bar de Buenos Aires (“Lee. Se enfría un café. Algo la saca de su concentración y levanta la vista. Mira, reconoce, sonríe. Saluda con la mano, como una reina de la vendimia. Levanta un poco el mentón. Es una invitación. A ir. A no molestar. Todo a la vez”), el libro instala una tristeza suave. No porque cierre una historia, sino porque deja abierto un espacio. El espacio que ocupa Gruss. Un hueco en la lengua. Una voz que sigue sonando cuando todo ya está en silencio. Y una se descubre llorando, no por lo que se ha perdido, sino por lo que se ha comprendido: que hay vidas que no necesitan monumentos. Que hay personas que fueron poesía incluso cuando no estaban escribiendo. Que hay libros como éste que no se olvidan.
El corazón del asunto no es solo la mejor biografía para una poeta. Es otra cosa. Es una forma nueva de estar con los muertos. Una forma ética de recordarlos. Una apuesta por la conversación, por la duda, por la amistad entre palabras. Es un libro que hace lugar. Que no clausura. Que deja abierta la puerta del fondo. Como hacía Gruss. Como hacen los grandes libros.