por Dan Cappo
Ozzy Osbourne fue una contradicción perfectamente diseñada para la máquina que habitaba. Un producto de la Inglaterra de posguerra y un profeta de la América posmoderna. Cantaba sobre la locura y la guerra, después se casó con Sharon y dejó entrar a MTV en su casa. No debería haber funcionado. Funcionó. Fue lo que Guy Debord nos advirtió y lo que Walter Benjamin tal vez habría admirado en secreto: el aura reproducible, el fantasma mecánico con un timbre en la voz y un espasmo en los dedos.
Pero antes de todo eso, antes del murciélago, el sillón y el perro que ladraba todo el tiempo, Ozzy fue el aullido que emergía de la niebla industrial de Birmingham. Black Sabbath no fue una banda: fue un evento geológico, una vibración sonora en las ruinas de la Gran Bretaña postindustrial. No inventaron el heavy metal, lo encontraron por accidente, como mineros que rompen la pared equivocada y descubren una caverna que nunca debió abrirse. Esos primeros discos (Paranoid, Master of Reality, Vol. 4) no eran solo música, sino residuos. El sonido de la ansiedad de clase y la corrosión espiritual, del miedo protestante electrificado y distorsionado hasta alcanzar una forma de majestad espectral.
Hay algo bochornoso en lo mucho que quisieron cancelar al heavy metal en los años ochenta. Como si un pánico moral pudiera contener una frecuencia, como si el verdadero peligro no fuera el ruido, sino el mundo que lo hacía inevitable. Ozzy le dio a ese mundo una banda sonora: no una canción de protesta, sino una atmósfera. No te decía que lucharas contra el sistema; te mostraba lo que el sistema ya te había hecho. Fábricas oxidadas, malos viajes, mentes rotas, iglesias vacías. No inventó el metal —nadie lo hizo del todo—, pero le dio una voz, una mirada, una carcajada, un grito. Y décadas después, le dio un sillón.
Es fácil no entender The Osbournes si no estuviste ahí. Si creciste con influencers llorando frente a aros de luz, podrías pensar que Ozzy fue solo un meme temprano. Pero no lo fue. Fue la bisagra, el punto de cruce, el momento en que la cultura del ruido anti-autoritaria dejó de resistir y empezó a reírse. No se vendió, más bien, se volvió espectro. Se volvió contenido sin dejar de ser crítica. El hombre que una vez mordió la cabeza de un murciélago ahora deambulaba por su mansión murmurando sobre el control remoto.
Ozzy entendía la performance de un modo que casi nadie ha entendido jamás. No como teatro, ni como marca, sino como fantasmagoría. El yo como transmisión. No manipulaba el espectáculo: vivía en él. No criticaba el sistema desde afuera: se fundía con él, se emitía a través de él, lo daba vuelta. Y sin embargo, contra toda lógica, seguía ahí. No intacto, ni indemne, pero presente, como los fantasmas: distorsionado, desplazado, pero aún reconocible. Se oía en su voz —todavía— algo salvaje y frágil, como un cuento de hadas narrado a través de un parlante roto.
Ozzy no era el mejor cantante. Ni el frontman más ingenioso. Ni escribía las letras más interesantes. Pero nada de eso importaba, porque era la figura exacta en la decadencia exacta. Eso es lo que demanda la cultura en su fase terminal: no virtuosismo, sino señal. No maestría, sino aura. Y Ozzy la tenía, antes de que supiéramos nombrarla. Y cuando supimos, él nos ayudó a usarla, no por cinismo sino por instinto, como un animal que aprende a moverse entre la radiación. Fue un objeto encantado en el museo del capitalismo. Y bailó.
Ahora se fue, lo que significa que ya podemos mitologizarlo en paz. Pero la verdad es que siempre fue mito. Existía más plenamente en los surcos del vinilo y en las señales de transmisión que en cualquier forma humana. Fue marca, recuerdo, chiste de padres, falla, advertencia. Fue lo que pasa cuando el sistema intenta parodiarse a sí mismo y, sin querer, produce un ícono. Era gracioso. Era aterrador. Estaba agotado. Estaba en el escenario incluso cuando no sabía dónde estaba el escenario. Y lo queremos por todo eso, no a pesar del absurdo, sino, justamente, por el absurdo.
En inglés. Traducción: Mara Taylor