por Amy D. Finstein
Durante la pandemia de Covid-19, en algunas calles de la ciudad de Nueva York normalmente congestionadas, los automóviles se habían ido, reemplazados por comensales que regresaban tentativamente a los restaurantes, aunque solo afuera, después de meses de encierro. El 22 de junio de 2020, la ciudad entró en la fase dos de reapertura después de su grave brote de coronavirus, lo que permitió que muchas empresas reanudaran sus operaciones con restricciones.
Permitir que los restaurantes se extendieran a las calles fue una de varias iniciativas inducidas por la pandemia diseñadas para permitir el distanciamiento social en esta ciudad densamente poblada. En mayo de ese año, Nueva York lanzó su programa “Open Streets”, Calles Abiertas, que entregó 160 kilómetros de calles libres de automóviles a peatones y ciclistas.
En una ciudad a menudo criticada por permitir el dominio de los automóviles, con consecuencias mortales, estos fueron cambios bastante dramáticos. Los esfuerzos anteriores para proteger a los peatones y ciclistas de Nueva York incluyeron la reducción de los límites de velocidad, la adición de cruces peatonales y la creación de carriles para bicicletas, enfoques que “clasifican” a los usuarios de las calles en sus propios espacios, pero no cuestionan fundamentalmente la organización básica de las calles de la ciudad.
La pandemia calmó el tráfico de peatones y vehículos, estimulando una reconsideración más audaz de cómo se deben usar las calles, al menos temporalmente. Como muestra mi investigación sobre el transporte y la historia urbana, la ciudad tiene una larga historia de considerar diseños audaces para domar el caos urbano.
Moviéndose por encima del suelo
Entre las décadas de 1870 y 1930, la ciudad se adaptó repetidamente a nuevos tipos de transporte: primero el ferrocarril, luego el automóvil.
Los trenes, que alcanzaron un uso generalizado en los Estados Unidos en la década de 1850, permitieron que las personas y las mercancías se trasladaran más lejos y más rápido que nunca. Pero al pasar a toda velocidad por las ciudades, se enredaron con otros usuarios de la calle, lo que resultó en espantosos accidentes entre caballos, carretas y peatones.
Un ferrocarril de carga que corrió a lo largo de la Undécima Avenida de la ciudad de Nueva York desde 1846 hasta 1941 fue tan conocido por matar peatones que la calle se ganó el apodo de “Avenida de la Muerte”.
Para combatir el peligro de los trenes, los líderes de la ciudad y los negocios buscaron proporcionar espacios separados para diferentes tipos de usuarios de la calle. Los magnates del ferrocarril abogaron por elevar los ferrocarriles por encima de las calles existentes, lo que no requería una excavación que consumiera mucho tiempo. Esta solución creó nuevos problemas, incluidos el ruido, la caída de brasas y los peligros de los accidentes de trenes aéreos.
En 1866, un comerciante de sombreros llamado Genin the Hatter tuvo otra idea: elevar a las personas, no a los trenes. Preocupado por los peligros de cruzar Broadway, presionó con éxito a Nueva York para que construyera un puente peatonal a través de la amplia avenida del centro. Pero la pasarela de hierro fundido duró solo un año antes de que las quejas por la estética y las sombras obligaran a retirarla.
Tales soluciones fragmentarias no podían abordar por completo las complejidades de la actividad callejera en el Nueva York de finales del siglo XIX, que ya tenía casi cuatro millones de habitantes. Pero pilotaron algunos conceptos que reaparecerían en años posteriores, especialmente cuando el automóvil llegó para complicar aún más la vida urbana.
Ideas utópicas
Los coches se unieron a las calles ya repletas de peatones, caballos y carretas, vendedores ambulantes, tranvías y vías férreas elevadas, con resultados mortales. La ciudad de Nueva York documentó 354 muertes relacionadas con vehículos motorizados en 1915 y más del triple que en 1929. En 2019, por el contrario, 220 conductores, peatones y ciclistas murieron en accidentes de tráfico, según datos de la ciudad.
Los periódicos publicaban con frecuencia editoriales sobre la amenaza de los automóviles. En 1924, The Washington Post calificó la “muerte por automóvil” como una “amenaza nacional”, mientras que The New York Times comparó la congestión de automóviles con una cobra gigante que estrangulaba a su víctima.
Los líderes de la ciudad respondieron al aumento de muertes imponiendo límites de velocidad, restringiendo el estacionamiento y creando calles de un solo sentido. Estos cambios, realizados en gran parte a fines de la década de 1910 y 1920, comenzaron a sistematizar el caos callejero.
Pero a lo largo de este período, arquitectos, ingenieros y ciudadanos creativos pensaron en grande. En artículos de opinión, libros y revistas, propusieron una gran variedad de diseños que cuestionan los supuestos básicos sobre cómo deberían funcionar las ciudades.
Algunos diseños movieron las aceras de Nueva York para dejar más espacio para los vehículos. Estas propuestas incluían un paseo elevado a lo largo del río Hudson, aceras colgadas de los segundos pisos de los edificios y aceras que recorrían sus plantas bajas para poder ensanchar las calles contiguas. Más ideas de alta tecnología contemplaron la construcción de calles de seis niveles o la creación de redes de dirigibles y aviones futuristas a las que se accede mediante plataformas servidas por ascensores. Una propuesta imaginaba agregar autopistas y pasillos móviles a los techos.
Los arquitectos de Nueva York Hugh Ferriss y Harvey Wiley Corbett fusionaron aspectos de muchas de estas ideas en una serie de escritos y exhibiciones utópicas durante la década de 1920. Las ciudades de sus sueños tenían rascacielos modernos, espaciados regularmente, coronados por jardines en la azotea, todos conectados por calles de varios niveles y pasarelas peatonales aéreas.
Del sueño a la realidad
Si bien ninguna de estas propuestas llegó a buen término, finalmente dieron forma a algunos proyectos reales en Nueva York.
La autopista elevada del lado oeste, construida entre 1927 y 1937, combinó la idea anterior de un paseo peatonal junto al río con la necesidad de abordar la congestión alrededor de los muelles de embarque de Manhattan. Su camino elevado desde Canal Street hacia el norte aceleró los autos seis kilómetros por encima del caos de las calles locales, mientras que su decoración Art Deco al nivel de la calle proporcionó una nueva identidad elegante frente al mar. Fue demolido en la década de 1970.
El Rockefeller Center, sin embargo, sigue en pie. Construido en la década de 1930, este desarrollo reordenó nueve hectáreas del centro de Manhattan, organizando rascacielos, un lugar de espectáculos, tiendas y restaurantes alrededor de una plaza central. Con conexiones peatonales de varios niveles entre espacios, realizó partes de las ideas de Corbett y Ferriss.
La todavía popular High Line une dos períodos en la historia del transporte de Nueva York. Construido en 1934 como un ferrocarril de carga elevado, cerró en 1980 y quedó en ruinas. A principios de la década de 2000, la ciudad revitalizó High Line como un paseo aéreo repleto de jardines que serpentea entre edificios y calles, recordando los planes utópicos de hace un siglo.
Todos estos son precedentes del esfuerzo de Nueva York por transformar sus calles. Al igual que desterrar los autos de algunas calles, muchas ideas del pasado parecían extremadamente improbables antes de que sucedieran. La pandemia de coronavirus hizo una pausa en esta bulliciosa ciudad el tiempo suficiente para volver a replantear lo que los residentes necesitan para sobrevivir en una época de grandes cambios.
Fuente: The Conversation/ Traducción: Mara Taylor