por Haley Bliss
Nunca se trató solo de ponerse de pie. El bipedalismo, esa apuesta evolutiva, fue menos un triunfo de la naturaleza que una reordenación de inconvenientes. Darwin señaló esta peculiar división en The Descent of Man, destacando nuestra postura vertical como el rasgo que nos separaba de los simios a los que nos parecemos. Y sin embargo, caminar en dos patas no solo es diferenciarnos, sino atarnos a un destino particular. Un estudio reciente en Nature, de Terence Capellini y Gayani Senevirathne, rastrea ese destino hasta el embrión. Allí, el ilion, el hueso más amplio de la pelvis, se forma de un modo que ningún otro mamífero comparte: una barra de cartílago colocada perpendicular a la columna. Un giro en el eje, una reorientación del tejido, y se despliega toda una antropología.
El ilion, en esta historia, es a la vez estructura y símbolo. Es lo que nos permite cargar el peso hacia adelante y hacia arriba, y también lo que tuvo que volver a torcerse para dar lugar a los cráneos abultados de nuestra descendencia. Caminar, equilibrar, parir. Repetir. La postura no es neutral. Tiene un costo. Señala. Dicta cuánto espacio ocupas, cómo negocias el dolor, cómo te registras en relación con los demás.
Decimos “mantenerse erguido” como si la altura fuera virtud. Decimos “caminar derecho” como si la rectitud fuera biológica. Pero el cuerpo ya traiciona la metáfora. A los soldados se les entrena para marchar erguidos, con los hombros rígidos hacia atrás, mientras que a las modelos se les enseña a deslizarse en la pasarela con la pelvis levemente inclinada, otra coreografía del equilibrio. Ambos explotan la misma base evolutiva y ambos reinscriben la postura con significado. El cuerpo se convierte en cartelera: no meramente bípedo, sino curado, codificado, disciplinado.
Del cartílago a la pasarela
Lo que descubre el estudio de Nature es que la transformación del ilion no solo es antigua, sino continua. Primero, el giro del cartílago, un gesto perpendicular en el marco embrionario. Después, la remodelación del canal pélvico para permitir cabezas hinchadas de corteza cerebral. Una secuencia de improvisaciones anatómicas, cada una con consecuencias culturales. Caminar erguido ya es doblegarse ante la necesidad.
Pero en el momento en que se lo llama erguido, también se invoca una economía moral. La antropología sabe que la postura codifica jerarquía. Entre los samburu de Kenia, la conducta corporal señala deferencia o autoridad: hombros caídos, mirada desviada. En las tradiciones confucianas, la reverencia se ritualizó como sumisión. En Nueva York, la postura es teatro callejero. El viajero encorvado del metro, la espalda doblada por laptops y plazos, transmite fatiga y derrota. El financiero arrogante, con el mentón elevado como si las avenidas hubieran sido diseñadas para él, anuncia derecho adquirido. Y están los flâneurs envejecidos, que intentan retener la gracia, sus cuerpos recordando una elasticidad pasada incluso cuando la gravedad insiste en lo contrario.
La pasarela es solo la forma más cristalizada de esta gramática. Las modelos deben entrenar el “caminar”: una coreografía que dobla la base evolutiva en ley estética. Pies colocados uno delante del otro, hombros relajados pero presentes, mirada inmutable. No es bipedalismo, sino su primo estilizado, una postura monetizada. La marcha militar es otra: mecánica, sincronizada, que vuelve a los cuerpos intercambiables. Ambas dependen de la locomoción erguida, pero ninguna se reduce a la biología. El ilion gira, el cartílago se endurece, y la cultura se encarga del resto.
La política de la columna
Si la antropología enseña algo es que el cuerpo nunca es meramente natural. La pelvis es un archivo de compromisos: movilidad sacrificada por obstetricia, equilibrio recalibrado frente a la resistencia. Pero la postura que surge siempre se lee, siempre se juzga. Una joroba no es solo escoliosis; se codifica como debilidad, melancolía, incluso fracaso. Una columna erguida no es únicamente el resultado de un entrenamiento físico; es aspiracional, una postura moralizada.
Por eso la postura acecha la ciudad. En el metro, la figura encorvada que ocupa menos espacio que el anuncio detrás de ella; en Wall Street, el traje que corta la multitud como si lo empujara el destino. Leemos esos cuerpos porque hemos aprendido a hacerlo. La postura se convierte en currículum, profecía, acusación. Encogerse es traicionar la ambición, erguirse es señalar resistencia, caminar con el mentón en alto es reclamar propiedad sobre la acera. No podemos evitar interpretar.
Pero esas interpretaciones son arbitrarias y a menudo crueles. Dolor, lesión, agotamiento: todo se lee como falla de voluntad. La antropología de la postura revela esta violencia. El bipedalismo nos hace vulnerables: a la lesión, al escrutinio, al reconocimiento erróneo. Nos da movilidad y nos cobra un precio. El ilion carga el peso, pero la columna carga el juicio.
Y, sin embargo, dentro de esa arbitrariedad hay posibilidad. Movernos distinto, rechazar la rectitud, permitir que el cuerpo se desvíe de los significados asignados: eso también es herencia del bipedalismo. Podemos caminar torcidos, de lado, lentamente. Podemos dejar que el ilion haga su trabajo ancestral sin convertirlo en un código moral. Erguido no siempre es recto, y quizá la supervivencia esté en ese ángulo pequeño e imperfecto.