por Marcelo Pisarro
Hay que desearle una larga vida a la MetroCard ahora que está muerta. Pero no demasiado larga. Apenas un poco. En modo respirador automático. Suficiente para que la nostalgia sea tolerable. Para que las historias de Instagram de la última pasada de tarjeta acumulen corazoncitos de duelo digital. Para que los artículos de opinión la consagren como reliquia de una Nueva York más auténtica y más áspera. Así es como la ciudad procesa el cambio: santifica el pasado cuando se eliminó de circulación, cuando sus frustraciones se diluyeron en la bruma romántica de la incomodidad recordada como carácter. Ahora es la época de OMNY. Apoyar y pasar. Más rápido, más elegante, sin fricción. Una tecnología que promete lo que Nueva York siempre fetichiza y nunca consigue: eficiencia.
Durante treinta y dos años, la MetroCard fue a la vez guardiana y ecualizadora, una tarjeta plástica que funcionaba como referéndum diario sobre quién pertenecía al subsuelo. Se doblaba en el bolsillo, se desmagnetizaba en el peor momento, exigía dominar la velocidad y la presión exactas del deslizamiento bajo pena de sufrir el humillante “Por favor, pásela de nuevo”. Un sistema imperfecto, torpe, pero con trucos que se podían aprender, habilidades que se podían transmitir. Bajo sus frustraciones yacía una idea urbana fundamental: las ciudades se construyen sobre la fricción. La fricción menor de esperar, de maniobrar, de moverse al ritmo de otros, del que está adelante y te retrasa, del que está atrás y te apura, del que te detiene y te pregunta, esas interrupciones que te recuerdan que una ciudad no es solo tuya y que cada cual marcha a su ritmo. Que te recuerdan que es posible acoplarse a otros ritmos, negociarlos, rechazarlos, adoptarlos, ignorarlos, ser cortés, no serlo.
La promesa de OMNY es borrar esa fricción. Eso prometen hoy los paradigmas urbanísticos dominantes que se adjetivan inteligentes: una ciudad sin fricciones. Que en el mejor de los casos es una simulación de ciudad. Algo que no existe. Un proyecto. Un plano azul. Una ciudad en modo beta. Una ciudad que compró la proposición de que el futuro no es un espacio a habitar sino un sistema a gestionar. “El verdadero problema es que, con su énfasis en la optimización integral, las ciudades inteligentes parecen diseñadas para erradicar precisamente lo que las hace maravillosas”, escribió la ensayista Karrie Jacobs en 2022. Nueva York, dijo Jacobs, no es una gran ciudad porque sea eficiente: “La gente se siente atraída por el desorden, por las interacciones atractivas y fortuitas dentro de una mezcla diversa de personas que viven en estrecha proximidad. Pero los defensores de la ciudad inteligente adoptaron, en cambio, la idea de la ciudad como algo que debe cuantificarse y controlarse”.
OMNY no es solo un nuevo método de pago de un sistema de transporte. Materializa la lenta privatización de la infraestructura pública. Desplaza el pago del transporte hacia redes financieras privadas (tarjetas de crédito, billeteras móviles) que refuerzan la idea de que el acceso a los servicios públicos debe realizarse a través de plataformas corporativas en lugar de sistemas municipales de propiedad directa. A pesar de sus fallas, o gracias a ellas, la MetroCard era cívica. Se compraba en estaciones, se recargaba en quioscos, se perdía, expiraba, se usaba como señalador de libros, se rompía, no tenías que proporcionar tu identificador fiscal para conseguirla, a veces te encontrabas un desconocido dispuesto a pasártela cuando tu saldo estaba en cero, a veces ese desconocido eras vos. Era una moneda de lo común, desgastada en los bordes, pasada de mano en mano. OMNY es otra cosa. Presupone un mundo donde todos tienen una tarjeta de crédito, un teléfono inteligente, una cuenta vinculada a su identidad. Asume una economía sin fricción, homogénea, donde todos están igualmente bancarizados, igualmente rastreables, igualmente capaces de participar en el flujo urbano sin obstáculos. Pero las ciudades no son fluidas. Son irregulares, desiguales, llenas de personas que quedan fuera de la lógica pulcra de apoyar y pasar.
La MTA dice que OMNY es más inclusiva y más flexible. Todavía se podrá comprar una tarjeta física (por ahora), todavía se podrá usar efectivo (por ahora), todavía habrá formas de pago que no requieran un teléfono. Pero la transición es reveladora. Desplaza el estándar de participación de una tarjeta universal emitida por el estado a una red digital privatizada que se apoya en infraestructuras bancarias y de vigilancia. Viajar en metro ahora deja un rastro, inscribe al pasajero en un sistema que es cada vez menos público y está cada vez más gobernado por la lógica de la tecnología. Es importante preguntarse qué, y quién, se pierde en el camino.
El metro es un espacio de disputa. Es el sistema de transporte más importante de la ciudad, su escenario más democrático, un lugar donde el poder y la resistencia se manifiestan a diario en gestos demasiado pequeños para ser capturados por la gobernanza política, pero demasiado significativos para ignorarlos. La MetroCard formaba parte de esa ecología. Era ineficiente, a veces exasperante, imperfecta, pero limitada en su poder. No rastreaba tus movimientos con precisión, no vinculaba el viaje diario a un perfil financiero, no almacenaba metadatos. OMNY sí. Es un paso más en el proyecto de convertir la ciudad en un flujo de datos, otra manera en la que el desorden de la vida pública se convierte en algo medible, rastreable e, inevitablemente, monetizable. La MTA asegura que hay protecciones de privacidad, que los datos no se almacenan indefinidamente, que es cuestión de conveniencia y no de control. Pero la historia no es amable con esas garantías. Los sistemas que pueden rastrear, lo hacen. Los sistemas que pueden ser monetizados, lo serán. Y la lógica del capitalismo de vigilancia ya demostró que los datos, una vez recolectados, siempre encuentran su uso.
En un ensayo publicado en The Atlantic en 2018, el escritor Bruce Sterling propuso que el término “ciudad inteligente” es interesante, pero que no es importante, porque nadie lo define. Y que lo que se pensaba que podría hacerse en las ciudades inteligentes, como contar con un gobierno horizontal, participativo e inclusivo donde los líderes comunitarios conseguirían arreglar baches con un clic, sí es importante, pero no interesante, porque es aburrido: “¿Por qué molestarse en preguntar a los ‘ciudadanos’ qué quieren de la vida urbana, cuando se puede vigilar con precisión las acciones reales de los ‘usuarios’ de la ciudad y decodificar lo que realmente están haciendo, en contraposición a lo que afirman vagamente que podrían querer hacer?”.
Nada de esto significa que OMNY sea una catástrofe, ni que la MetroCard sea una genialidad que deba añorarse. Después de todo, la MetroCard reemplazó a las fichas, y las fichas, que en sus diferentes formas cruzaron todo el siglo XX, también fueron saludadas con añoranza cuando desaparecieron. El transporte cambia. La tecnología cambia. Estos cambios alteran la textura de la vida urbana, redefinen qué significa moverse en una ciudad. La MetroCard pertenecía a la ciudad de una manera en que OMNY no lo hace. Del mismo modo en que las fichas, haciendo ruido en tus bolsillos, haciéndolas girar como trompo en la mesa de fórmica de un bar que ya no existe, pertenecían a la ciudad de una manera en que la MetroCard nunca lo hizo. Pero ambas tenían peso. No prometían eficiencia, sustentabilidad y comodidad, pero tampoco planteaban tantos interrogantes sobre la vigilancia, la privatización y la erosión de los bienes comunes.
La promesa de eficiencia impoluta de OMNY pertenece menos a las calles y más a los servidores. A una ciudad en beta. Cuando el duelo acabe y la nostalgia mueva su peso de un pie al otro, entonces OMNY será la forma en que siempre se hicieron las cosas. Apoyar y pasar. Sin fricciones. Hasta que la ciudad se imponga. Ahora, en la estación de la Calle 14 de la línea de la Séptima Avenida, unos carteles escritos a mano con marcadores gruesos anuncian cambios planeados en el servicio. Ningún asistente virtual. Ningún holograma. Carteles a mano y flechas pegadas en columnas con cinta adhesiva que indican el camino a la calle. Donde se puede tomar un bus gratuito para completar el recorrido hasta el ferry. En la esquina no hay una fila de espera ordenada. Sólo personas amuchadas preguntándose si están en el lugar correcto aunque otro cartel pegado en la parada les diga que sí. El bus tiene las ventanas empañadas. Una calcomanía dice que no se puede tirar basura, fumar, escupir, escuchar la radio. Una chica con gorrito de lana con punta de pompón va sentada con la cabeza hacia abajo. Lee un libro ajado y amarillento. El bus llega a destino. La eficiencia es también conseguir los resultados deseados con el mínimo posible de recursos. Cualquier ciudad inteligente lo sabe. O debería saberlo.