por Tara Valencia
Se siente bien, ¿no? Por una vez, la ciudad eligió bien. Zohran Mamdani —musulmán, socialista, nacido en Queens, con un nombre que los tabloides solían imprimir con sospecha— ahora se sienta donde antes se recostaban los tecnócratas y los millonarios. Nueva York, ese mito cansado de diversidad y coraje, de pronto recordó su propia propaganda. El mesías del metro, salido de Astoria, promete trenes que funcionen, alquileres que dejen de subir, presupuestos que favorezcan a los vivos por encima del vidrio muerto de la especulación inmobiliaria. Las fotos de la victoria brillaban con una limpieza rara en la política local: la sensación de que algo, por una vez, había salido bien.
Pero esto es Nueva York, no Estocolmo. La ciudad que inventó la decepción como forma de arte. Aquí, toda esperanza tiene reloj.
La elección de Mamdani parece radical porque el listón está bajo tierra. Después de décadas de corrupción blanda y de gestión corporativa disfrazada de gobierno, la simple competencia parece revolución. Su campaña habló de transporte gratuito, vivienda pública revivida, protección a los inquilinos, una reorientación moral del Estado municipal. Los eslóganes golpearon. Golpearon porque todos saben que la ciudad ha sido vaciada por los propietarios, los bancos, los desarrolladores y una clase política experta en empatía e inacción. En ese vacío, la idea de un alcalde socialista suena casi milagrosa. Pero los milagros, en esta ciudad, se privatizan enseguida.
Pese a toda su retórica, Mamdani se postuló —y ganó— como demócrata. Y ese detalle no es menor: es destino. El Partido Demócrata es donde la energía radical va a morir. Es el cementerio de toda insurgencia disfrazada de progreso. Coopta, halaga, financia y neutraliza. La máquina no aplasta a sus hijos; los asfixia con abrazos. Desde la esperanza de Obama hasta los tuits de AOC, el patrón se repite: claridad moral empaquetada, distribuida y revendida por consultores que cobran por hora. ¿Quieres cambio? Llena el formulario D-42, asiste a la gala, posa con Clooney.
Mamdani lo sabe. Es demasiado inteligente para no saberlo. Ha leído las mismas historias, los mismos estudios de caso sobre socialismos municipales devorados por el “realismo” fiscal. Pero el conocimiento no otorga inmunidad. La burocracia de la ciudad es un organismo autorreparable. Sus arterias están tapadas con donantes, cabilderos, contratistas, sindicatos, ONG y consultores cuya supervivencia depende de que nada realmente transformador ocurra jamás. Aplaudirán su visión y luego la desviarán a un subcomité. Presentarán cada concesión como madurez, cada rendición como pragmatismo. Y pronto el alcalde que prometió hacer gratis el metro estará rogando permiso a Albany para mantenerlo en marcha.
Aun así, ganó el que debía ganar. En una ciudad donde los musulmanes fueron vigilados, donde barrios enteros fueron tratados como amenazas, la imagen de un alcalde musulmán importa. No es simbólica; es la memoria estructural invertida. El mismo departamento de policía que alguna vez trazó mapas de las mezquitas de su comunidad ahora lo saludará en los desfiles. Esa inversión, por sí sola, ya vale algo. Pero el simbolismo es cruelmente barato en Nueva York. El presupuesto de la NYPD sigue intocable; Wall Street sigue sin pagar impuestos. Cada cuatro años elegimos nuevos rostros para administrar la misma realidad.
La ciudad sabe cómo metabolizar la disidencia. Convierte radicales en burócratas, consignas en contratos, movimientos en marketing. La lógica es más vieja que Mamdani y más fuerte que el carisma. Es la lógica del imperio liberal: integrar la diferencia, neutralizar la amenaza. El alcalde progresista se vuelve marca, la marca se vuelve compromiso, y el compromiso se vuelve el nuevo techo moral de la ciudad. Los donantes duermen tranquilos. Los inquilinos esperan.
En unos meses, comenzará la decepción. No será dramática. Llegará en notas al pie y líneas presupuestarias. El plan de transporte gratuito se reducirá a un estudio de factibilidad. El programa de vivienda “equilibrará los intereses de las partes”. La prensa elogiará su tono. Su equipo insistirá en que “el cambio real lleva tiempo”. Y al final del primer año, te darás cuenta de que la ciudad sigue igual, solo más elocuente acerca de sus fracasos.
Pero el cinismo, por sí solo, es pereza. Algo real pasó aquí. Nueva York eligió a un hombre que encarna todo lo que esta ciudad finge ser: plural, desafiante, inmigrante, joven, sin miedo. Eso importa. Importa porque, por un instante, la maquinaria del miedo titubeó. La ciudad se miró en el espejo y no se asustó. El truco ahora es recordar ese instante cuando el sistema empiece su lenta digestión. Porque lo hará.
Tal vez la decepción sea parte del ritual. La única manera honesta de amar esta ciudad es esperar la traición y seguir esperando igual. Mamdani fallará, porque todos los alcaldes fallan, especialmente los buenos. Pero el fracaso aquí puede ser generativo. Cada falso amanecer enseña algo sobre la luz que la ciudad deseaba. Si logra cumplir aunque sea una fracción de sus promesas —si consigue que el metro huela menos a desesperación, si logra demorar el próximo desalojo, si logra nombrar la crueldad por su nombre— será suficiente. No redención, apenas persistencia.
Nueva York no necesita pureza. Necesita fricción. Necesita a alguien que crea, aunque sea por un rato, que la ciudad puede ser algo más que un parque de juegos para ricos y un corral para todos los demás. Mamdani tal vez no sobreviva al partido, a los donantes ni a la maquinaria. Pero por ahora, por este parpadeo, la idea de él en ese despacho —moreno, musulmán, socialista, intacto— se siente como oxígeno.
La decepción puede esperar. Siempre lo hace.