por John A. Murray
No me gustan los museos. Nunca me gustaron. En estos tiempos en los que el “boom de la memoria” diagnosticado por Andreas Huyssen en los años 90 todavía arrasa con todo lo que encuentra a su paso, una afirmación semejante puede sonar a herejía gnóstica o a provocación boba de Twitter. Especialmente dicha por alguien nacido y criado en un pequeño pueblo rural estadounidense y radicado en Nueva York tras haber pasado muchos años en diversas ciudades latinoamericanas. En los pequeños pueblos rurales estadounidenses, cualquier participación de un personaje local, real o imaginario, en una gesta histórica regional, se vuelve objeto de museificación; en buena parte de América Latina los museos son espacios donde se discute y se negocia la idea misma de la nación. Y en Nueva York los museos son una industria bien consolidada.
Según cifras más o menos oficiales, en Nueva York hay unos ciento cincuenta museos. A mí me parece que son más, muchos más, si se piensa que los sitios históricos y otros espacios culturales cumplen muchas funciones museísticas. En la Quinta Avenida, entre las calles 82 y la 110, está La Milla: se presenta como el área museística más densamente poblada del mundo (nueve museos de los grandes en apenas una milla, un kilómetro y medio). Pero alrededor de La Milla, de manera ambiguamente oficial, hay museos por docenas. Quizás lo sea, quizás no, pero cobran entrada como tales.
Así que mi falta de interés en los museos puede leerse, casi, como una falta de interés en todo aquello que quienes me rodean consideran importante en su vida personal y colectiva. Es casi como si estuviese ensuciando el buen nombre de sus madres o como si me estuviera burlando de sus bandas de rock favoritas.
Aunque no sé cómo explicar esta falta de interés (¿hace falta explicar la falta de interés? Suena a excusarse culposamente), sé cómo intelectualizarla. Puedo relacionarla con la idea de Jean Baudrillard de que vivimos en “el orden de lo reciclable”. Puedo excusarme de esta manera: la fricción entre un mundo donde todo es descartable y donde nada parece durar, un mundo que convierte al presente en un único tiempo interminable, por un lado, y por el otro, un mundo donde las acciones pasadas instituyen tiempos históricos largos y difusos, descontextualizados pero también lineales. Esa fricción me hace chirriar los dientes.
En los museos las cosas se resguardan, se conservan, se construyen grandes peceras para que duren; fuera del museo, lo que valen son objetos fabricados para volverse obsoletos luego de poco tiempo de uso, para que aburran y se tiren, para que sean recogidos y convertidos en otra cosa a través del reciclado (en piezas de museo, quizás). La fricción molestosa acontece entre lo durable y lo efímero, entre lo que se asume imprescindible y lo que se considera prescindible, entre la vasija de barro resguardada por cámaras de seguridad y el nuevo modelo de iPhone que será obsoleto en tres semanas.
Además siempre detesté las largas filas de espera de los museos y la prohibición de tomar fotografías sin flash. Mis fotografías, sin flash, salen desastrosas.