por Alina Klingsmen
Lo más impresionante de los trabajos de Emile Durkheim, que ya cuentan con más de un siglo de existencia, son sus nociones de coerción social. En su acepción más rudimentaria nos dicen que los hechos sociales son cosas impuestas pero naturalizadas, artificios que invisibilizamos y asimilamos, cuya ferocidad veremos si alguna vez se nos ocurre resistirnos a las realidades que imponen. Si queremos romper con el paisaje hegemónico que crearon, que nosotros mismos creamos y recreamos con nuestras acciones cotidianas, entonces nos encontraremos en problemas. No necesariamente severos, como la cárcel o un pelotón de fusilamiento, pero que sí producirán resistencias en nuestros mecanismos de inserción social. Por lo menos nos descubriremos en la incómoda posición de tener que dar explicaciones o de mirar el mundo circundante con una cuota molesta de extrañamiento.
La coerción social crea una especie de anestesia. Vemos sin mirar, escuchamos sin oír, percibimos sin asimilar. Ningún ejemplo parece más válido, hoy, que la publicidad.
El número varía según la investigación, pero en todos los casos es impresionante. Dice que un habitante de Estados Unidos ―y acá es donde varían los resultados― entra en contacto con 3000, 4500 y hasta 7000 avisos publicitarios diarios. La cifra aumenta, por supuesto, en zonas urbanizadas, pero en el siglo XXI, y por primera vez en la historia, la mayor parte de la humanidad vive en zonas urbanizadas (que no es lo mismo que ciudades).
Las publicidades están en todas partes. En la autopista, las carreteras, los trenes, el metro y los aviones; en los baños públicos, las fachadas de los edificios, las redes sociales, el correo electrónico, las aplicaciones del teléfono y, por supuesto, en diarios y revistas, sea en el formato impreso o digital (de seguro estás viendo una publicidad aquí mismo). Hay publicidades en la sala de espera del médico, la llevamos impresa en la ropa, la escuchamos en la radio y la televisión, interrumpe la música de Spotify y los videos de YouTube (excepto que pagues por no escuchar publicidades), está en casa, en tiendas y en la zona de embarque de un aeropuerto. Nuestros dispositivos tecnológicos, autos, vestimenta, hasta nuestras universidades y ciudades, todo es un logo, una marca, una publicidad, un producto o un servicio a la venta.
Transitamos por un mundo de mercancías sin percibir que somos, nosotros también, mercancías para otras personas. Si pretendemos rechazar la idea, negarla, incluso apartarnos, una fuerza invisible nos estruja y nos deposita de nuevo en nuestro lugar: es la coerción social de la que hablaba Durkheim.
Pueden leer los libros de Durkheim. Lo deja muy claro. Ahora mismo los veo anunciados en el sitio de Amazon, en las tiendas de Barnes & Noble, en los seminarios de fundaciones y universidades, y en todas partes.