por Sonja Dümpelmann
Muchas ciudades, en los últimos años, iniciaron campañas de plantación de árboles para compensar las emisiones de dióxido de carbono y mejorar los microclimas urbanos.
En 2007, la ciudad de Nueva York lanzó MillionTrees NYC, un programa diseñado para plantar un millón de árboles nuevos a lo largo de las calles, parques y propiedades públicas y privadas para 2017. Alcanzaron su objetivo con dos años de anticipación.
Estos programas son populares por una razón: los árboles no solo mejoran la apariencia de la ciudad, sino que también mitigan el efecto de isla de calor urbano: la tendencia de las ciudades densas a ser más cálidas que las áreas circundantes. Los estudios han demostrado que los árboles reducen los contaminantes en el aire, e incluso la simple vista de los árboles y la disponibilidad de espacios verdes en las ciudades pueden disminuir el estrés.
Pero como muestro en mi libro Seeing Trees: A History of Street Trees in New York City and Berlin, los árboles no siempre fueron parte del paisaje urbano. Fue necesario un esfuerzo sistemático y coordinado para plantar los primeros.
Un paisaje caluroso, congestionado y sin árboles
A medida que la población de Nueva York se disparó en el siglo XIX, las malas condiciones sanitarias, el hacinamiento y los veranos calurosos convirtieron a la ciudad en una placa de Petri para las enfermedades: entre 1832 y 1866, solo los brotes de cólera mataron a unas 12.230 personas.
A principios del siglo XX, las condiciones de vida se habían deteriorado. Los vecindarios seguían superpoblados, todavía faltaba la plomería interior y aún se podían encontrar alcantarillas abiertas a lo largo de muchas de las calles y callejones polvorientos de la ciudad.
Los árboles podían estar completamente ausentes de un vecindario. Los pocos árboles que se alineaban en las calles de la ciudad, en su mayoría ailantos, olmos y botoncillos, podían catalogarse individualmente con relativamente poco esfuerzo. Por ejemplo, en 1910, The New York Times informó sobre la disminución del número de árboles a lo largo de la Quinta Avenida. El artículo señaló que entre la calle 14 y la calle 59, solo había siete árboles en el lado oeste y seis en el lado este de la avenida.
El desarrollo inmobiliario, la expansión del metro y la construcción de líneas de servicios públicos se habían cobrado su precio.
Un médico propone una solución
En la década de 1870, el eminente médico de la ciudad de Nueva York, Stephen Smith, encabezó un movimiento para plantar más árboles. Si lo hacemos, argumentó, salvará vidas.
Smith, quien fue pionero en las reformas sanitarias de la ciudad y fundó la Junta Metropolitana de Salud, fue el autor de un estudio innovador que correlacionó las altas temperaturas con las muertes infantiles por una serie de enfermedades infecciosas. Concluyó que plantar árboles en las calles podría mitigar el calor opresivo y salvar de 3000 a 5000 vidas por año.
Para promover la plantación de árboles en las calles de su ciudad, Smith llamó la atención sobre lo que se conoció como el estudio Washington Elm.
Atribuido al profesor de matemáticas de la Universidad de Harvard, Benjamin Peirce, el estudio afirmó que el famoso Washington Elm que se encuentra en Cambridge Common, en Massachusetts, tenía una cosecha estimada de 7 millones de hojas que, si se colocaran una al lado de la otra, cubrirían una superficie de dos hectáreas. El estudio ilustró el gran potencial del follaje de un solo árbol para absorber dióxido de carbono, emitir oxígeno y proporcionar sombra.
En 1873, Smith redactó y presentó su primer proyecto de ley a la legislatura del estado de Nueva York para el establecimiento de una Oficina de Silvicultura, que promovería el cultivo de árboles en las calles.
Pero el proyecto de ley se estancó; se necesitaron varios intentos y enmiendas adicionales antes de que finalmente se aprobara en 1902. Incluso entonces, no proporcionó los fondos adecuados para la plantación de árboles en las calles municipales. Así, en 1897, Smith se unió a un grupo de ciudadanos que decidieron tomar el asunto en sus propias manos. Llamándose a sí mismos la Asociación de Plantación de Árboles, ayudaron a los propietarios a plantar árboles frente a sus residencias. Unos años más tarde, también establecieron el Comité de Árboles de Sombra de Viviendas para plantar árboles a lo largo de los bloques de viviendas y frente a las escuelas públicas.
La ciudad animó a los residentes a colaborar para que los árboles pudieran plantarse a intervalos regulares, brindando sombra uniforme y una estética uniforme. Algunas especies, como el arce de Noruega, se vieron favorecidas por sus troncos altos y su capacidad para crecer en suelos pobres y resistir la contaminación urbana.
La primera lista de miembros de la asociación se lee como un “Quién es quién” de la ciudad de Nueva York: el filántropo y reformador de viviendas Robert de Forest; el marchante de arte Samuel P. Avery; el escultor Augustus St. Gaudens; el industrial y ex alcalde Edward Cooper; y los financieros J.P. Morgan, W. Bayard Cutting y William Collins Whitney.
En la primera línea de la lucha contra el cambio climático
Para estos primeros activistas, plantar árboles era una forma de refrescar las calles y los edificios en el verano y embellecer el paisaje urbano arenoso de la ciudad.
Solo más tarde los científicos se darían cuenta del enorme potencial que tienen los árboles urbanos, además de bosques enteros, para mitigar los efectos del cambio climático.
En 1958, Chauncey D. Leake, presidente de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, advirtió sobre el calentamiento de la atmósfera en un documento bien recibido en la Conferencia Nacional sobre Polución Aérea. Señaló que el aumento de las temperaturas podría hacer que los enormes casquetes polares se derritieran, lo que provocaría un aumento del nivel del mar. Para bajar los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera, sugirió plantar diez árboles por cada automóvil y cien por cada camión.
La propuesta de Leake fue un intento temprano de utilizar la plantación de árboles para compensar el calentamiento global. Desde entonces, y particularmente durante las últimas dos décadas, los métodos que calculan la cantidad de árboles necesarios para compensar las emisiones de dióxido de carbono se han vuelto más sofisticados. Para este propósito, científicos y silvicultores del Servicio Forestal de Estados Unidos y la Universidad de California Davis desarrollaron iTree, un conjunto de herramientas de software que ayudan a determinar la capacidad de una especie de árbol para tomar carbono, reducir la contaminación y disminuir la escorrentía de aguas pluviales en un ecosistema particular.
A pesar de su popularidad, los árboles nuevos pueden encontrar resistencia. Si bien muchos residentes disfrutan de la sombra y el aspecto de un árbol, siempre hay alguien que los ve como una molestia que impide que la luz del sol entre en su apartamento. Otros se quejan de las flores malolientes que producen algunos árboles, las semillas que arrojan y la forma en que atraen a los pájaros que salpican las aceras con sus excrementos.
Pero a medida que los peligros del cambio climático se vuelven más evidentes, la esperanza es que los beneficios más amplios de los árboles prevalezcan sobre las predisposiciones personales.
Fuente: The Conversation/ Traducción: Horacio Shawn-Pérez