por Haley Bliss
Arequipa, Perú, brilla en dos colores esta semana. Naranja por Halloween. Violeta por el Señor de los Milagros. La colisión es exquisita. No es exactamente sincretismo, aunque esa sería la palabra que la antropología usaría con pereza, sino algo más elástico, más vivido, menos teórico. “Sincretismo” es de esas palabras que borran el ruido, el exceso, la manera en que un color se derrama sobre el otro sin pedir permiso.
Caminando por el centro, pasando el Mercado San Camilo, veo calabazas de plástico colgando junto a velas violetas, brujas compartiendo estante con santos, viejitas pidiendo monedas junto a las góndolas de dulces de Halloween. La simetría es accidental, o quizás estructural. La convivencia no es mezcla, es negociación: entre lo importado y lo interno, entre lo que brilla y lo que reza.
Mi amigo, el antropólogo Marcelo Pisarro —a quien siempre parezco encontrarme a mitad de camino, yo subiendo hacia las montañas y él bajando hacia el mar—, escribió una vez, cuando vivía en Columbia, Carolina del Sur:
“Halloween es una celebración acerca de la posibilidad de consumir. Es divertido, excitante, un collage de iconografías de infinidad de películas, series y noveluchas baratas de terror: el folklore del capitalismo industrial del siglo XX, baratijas de mercado que, convertidas en amuletos, naturalizan los horrores modernos. También, como toda fiesta, según escribió Henri Lefebvre al referirse a la Comuna de París de 1871, es cruel, desenfrenada y violenta. No tener el dinero para acceder a todos los objetos que el mercado ofrece, ocupar una posición subalterna en los rituales de consumo: ser una nena negra pobre que extiende una bolsa de Walmart en un barrio blanco, burgués y acomodado para recibir un par de caramelos. Halloween es genial, siempre que mantengas la vista en la tarjeta postal.”
Aquí la postal está resquebrajada. Se ven las dos economías (el plástico naranja importado y el trabajo local de la devoción) compartiendo el mismo aire. Nadie prohíbe Halloween en Arequipa, pero se siente la fricción latiendo bajo la superficie, no como indignación sino como estructura.
Lefebvre lo habría reconocido: la ciudad como fiesta, el mercado como teatro, el espectáculo como ritual. Todo forma parte de la misma coreografía. El naranja y el violeta conviven como el capital y la fe: mutuamente parasitarios, extrañamente compatibles. Casi se podría creer que funciona.
The Human Thread. Traducción: Haley Bliss
