por Camille Searle
El problema con la mala suerte no es que creamos en ella, sino que la necesitamos. En una ciudad como Nueva York, donde la causalidad se pulveriza por la velocidad y los resultados rara vez se relacionan con el esfuerzo, la idea de la desgracia resulta curiosamente reconfortante. El viernes 13 es uno de esos rituales seculares que finge burlarse de sí mismo mientras incrusta cada vez más su lógica. Un espejo roto sobre un escritorio brillante. Un cartel en el metro que advierte sobre “retrasos residuales debido a incidentes anteriores”. Lo lees y asientes. Por supuesto. Es viernes. Es 13.
En Francia, donde nací, no tememos al viernes 13. Al contrario. Se asocia con la buena suerte. Incluso los anuncios de lotería apuntan a esa fecha con un optimismo cómplice. El verdadero peligro es el martes 13, mardi treize, un día del que nadie habla y que todos evitan en silencio. En España y América Latina también es el martes, no el viernes, el que trae desgracia. Marte, no Venus. El dios de la guerra, no del amor.
En Estados Unidos, el viernes 13 se ha endurecido como un nodo cultural pop: una superstición menor inflada por el cine de terror, los ciclos del mercado y una vaga sospecha protestante de todo lo que sea tanto femenino como pagano. El calendario francés, siguiendo una lógica católica, consideraba sagrado al viernes (día de la muerte de Cristo, día de abstinencia) mientras que el mundo anglosajón duplicó su miedo, fusionando el sacrificio cristiano con la numerología nórdica y la imagen conveniente de las brujas en aquelarres de trece. Esa narrativa se recicla como folclore y luego se nos vende de nuevo como contenido.
Lo que resulta más revelador que el miedo mismo es la forma que toma. El viernes 13 en Estados Unidos es un horror cinematográfico, a menudo grotesco y sangriento, rara vez existencial. En Francia, la superstición alrededor de las fechas sigue siendo obstinadamente ambiental, incrustada en patrones de comportamiento más que en espectáculos. Puede que no hablemos del martes 13, pero no programaremos cirugías ese día. No comenzaremos nuevos proyectos. Si es posible, nos quedaremos en casa. Hay una especie de alfabetización corporal en ese silencio, una coreografía de evasión aprendida sin instrucción.
Mientras tanto, los estadounidenses se ríen de su miedo como si eso los inmunizara. Y sin embargo los vuelos están más vacíos, las reuniones se posponen, las alarmas se revisan dos veces. No importa el contenido de la superstición, importa la infraestructura que la rodea. ¿Quién hace el calendario? ¿Quién nombra a los desafortunados? ¿Por qué seguimos necesitando una fuerza externa para explicar la fricción entre nuestros deseos y nuestros fracasos?
En eso, la mala suerte se convierte en un marcador para la opacidad estructural. El casero se niega a arreglar la calefacción. Tu tarjeta de débito vuelve a ser bloqueada. Una migraña arruina la única noche en que habías hecho planes. “¿Cuáles son las probabilidades?”, dice alguien. Pero no estamos calculando probabilidades. Estamos asignando significado a la interrupción, codificándola como patrón.
En la antigua Roma, los augures leían el vuelo de las aves para interpretar la voluntad de los dioses. En el Brooklyn del siglo veintiuno, actualizamos los enlaces de rastreo e intentamos encontrar sentido en los retrasos de entrega. “Tu paquete llegará con retraso debido al clima u otras circunstancias imprevistas”. Bien podría decir: Es viernes. Es 13.
Lo más fascinante del viernes 13 es que no cambia nada, pero lo explica todo. No se introducen nuevas desgracias en el sistema; simplemente nos permitimos nombrarlas. Le da contorno a la crueldad aleatoria de sistemas demasiado grandes para ver. Convierte la entropía diaria en narrativa. Eso no es irracionalidad sino estrategia.
Así que sí, el metro se averió. El correo nunca llegó. La enfermera llamó con los resultados equivocados. Pero tal vez no fue porque era viernes 13. Tal vez el viernes 13 sea solo el nombre que le hemos dado a la experiencia de estar vivos en un mundo donde la contingencia lo gobierna todo y nadie está al mando.
La superstición no es una creencia; es una interfaz. Una forma de metabolizar el ruido de la vida moderna en algo legible. Llámala medieval. Llámala cinematográfica. Pero no la llames obsoleta. Si acaso, en este siglo algorítmico, nunca la hemos necesitado más.