por Sabrina Duse
Wally nunca estuvo escondido. Las rayas rojas y blancas, el gorro con pompón, los lentes que dicen “estudioso pero divertido”, el bastón que es más pose que necesidad, nada de esto es camuflaje, sino espectáculo. Wally quería ser visto, y no solo visto, sino señalado, adorado, triangulado entre el espacio y la página por niños que entrecerraban los ojos y adultos nostálgicos practicando el trabajo del ocio. “¿Dónde está Wally?” es una pregunta que nunca hizo falta hacer; él siempre estuvo ahí, sobresaliendo como un socialista en Davos, a la espera paciente de que alguien hiciera lo que él no podía hacer solo: admitir que quería atención.
Hay algo trágico en la humildad performativa del que supuestamente se oculta. Wally se presenta como esquivo, tímido, modesto hasta el punto de la invisibilidad. Pero su diseño mismo contradice esa postura. Sus rayas no son un disfraz de ocultamiento, sino un señuelo de hallazgo inminente. Podría haberse vestido de beige. Podría haberse agachado detrás de un contenedor o podría haberse fundido entre una multitud de verdaderos personajes de fondo: rostros grises, trajes iguales, etiquetas con nombre, extras en la burocracia del anonimato ilustrado. Pero no. Se vistió como un mimo parisino y se plantó en un festival medieval o una fábrica de robots o un apocalipsis zombi esperando que tu mirada se desviara hacia él.
Puedes imaginarlo en el consultorio de un terapeuta, retorciendo los dedos sobre las rodillas forradas en rojo. “No sé por qué nadie me mira de verdad”, pudo haber dicho Wally, aunque toda su estética grite “¡mírenme!”. Es hijo de mil aspiraciones de clase media: el deseo de destacar lo justo, pero no demasiado; de ser reconocido, pero solo si te lo ganas; de ser excepcional, pero dentro de los límites del decoro y el diseño gráfico. Toda su saga es una contradicción burguesa. La alegría de ser encontrado, pero solo si hubo esfuerzo. La emoción de esconderse, pero nunca demasiado bien.

Wally es una paradoja ambulante, si se lo mira desde la filosofía. En términos existencialistas, es proyecto y objeto a la vez, un yo que quiere ser singular y absorbido. Sartre lo habría llamado un fugitivo de mala fe, huyendo de la libertad bajo el disfraz del ocio. Recorre el tiempo y el espacio no para evitar ser visto, sino para aplazar el enfrentamiento con el vacío de no ser visto en lo absoluto. Se esconde, pero no tanto como para que no lo encuentres. Quiere que lo busques, pero no demasiado. Vive en el tiempo condicional de la atención: si me ves, habré importado.
Wally no se esconde de ti. Se esconde para ti. Y en eso revela más de nosotros que de sí mismo. Necesitamos que esté escondido para poder convertirnos en buscadores. Los niños desean el hallazgo. Los adultos desean la nostalgia de desearlo. Wally existe para habilitar la ilusión de que el mundo es un lugar ordenado, un campo finito donde todo misterio puede resolverse con paciencia, diligencia y buena vista. En el universo de Wally, el caos es decorativo, no estructural. Siempre lo vas a encontrar. Solo tienes que mirar el tiempo suficiente. Es una mentira, claro, pero seductora. Una especie de gracia laica.
¿Y cuál es el costo de esa mentira? No mucho, pensarás. Pero piensa en lo que enseña: que quienes quieren ser encontrados usan trajes a rayas. Que la visibilidad es premio para el encanto y la coherencia. Que si alguien no fue visto, tal vez no lo intentó lo suficiente. Que tal vez debería haberse vestido distinto. Tal vez su invisibilidad es una elección. La lógica Wally aplana la política de la presencia. Disfraza la atención de meritocracia. Hace que buscar parezca democrático, pero el terreno estaba arreglado desde el principio. Nunca está donde estaba el perro marrón. No era el anciano en el banco. Era Wally. Siempre un poco a la izquierda del centro, a dos tercios hacia abajo de la página.

Hay también algo clerical en Wally: sus rayas como vestidura litúrgica, su bastón como báculo episcopal. Es un buscador que quiere ser buscado, un pseudo-santo de la mirada secular. Llevamos el libro como objeto devocional, pasamos las páginas como escrituras, escaneamos los márgenes en busca de signos de su paso. Y cuando lo encontramos hay un destello de alegría, un pico de dopamina, un triunfo de bajo riesgo en un mundo cada vez más falto de victorias claras. “¡Allí estás!”, decimos, como si el alivio de verlo significara que nos vimos a nosotros mismos. En verdad solo confirmamos las reglas del juego. Estará. Y lo encontrarás. Está diseñado así.
Pero ¿y si un día no estuviera? ¿Y si dieras vuelta la página y no apareciera? ¿Y si la playa atestada o el salón de conferencias intergaláctico simplemente no lo contuvieran? ¿Sentirías pánico? ¿Furia? ¿Traición? ¿O solo esa tristeza más honda de darse cuenta de que estuviste practicando un ritual, no una búsqueda? Wally siempre quiso ser encontrado, pero tal vez nosotros necesitábamos que quisiera eso. Tal vez ese era el verdadero truco. No esconderse. Ni ser hallado. Solo hacernos creer que alguien allá afuera se puso rayas por nuestro bien.
Wally es a la vez la fantasía de ser visto y el trabajo de ver. Una fábula para la economía de la atención antes de tener el léxico para nombrarse. Fue influencer antes del feed. El profeta de gorro rojo en un mundo donde la visibilidad reemplaza al vínculo y el descubrimiento suplanta el sentido. Todavía está ahí, de pie, paciente, con los ojos bien abiertos, esperando ser encontrado una y otra y otra vez. Como todos nosotros, en realidad. Solo que mejor vestido.
En inglés. Traducción: Sarah Díaz-Segan.