por Tara Valencia
Mi perro pasa la primera semana de julio en la bañera. Tiembla debajo de la cortina de plástico, pegado a la porcelana fría como si eso pudiera protegerlo de una nación que solo sabe gritar. No come. No duerme. Se sobresalta con las sombras. El 4, cuando las bombas llegan al clímax, cuando alguien lanza un proyectil de grado comercial en el terreno baldío a dos cuadras, se orina encima. Luego intenta meterse dentro de la pared. Hemos reforzado los zócalos porque literalmente ha tratado de cavar a través del yeso por el pánico.
No es un perro especial. No lo rescatamos en una zona de guerra. Es un mestizo al que le gusta la mantequilla de maní y perseguir ardillas en Prospect Park. Pero como todos los demás animales que tienen la desgracia de vivir entre nosotros, sabe que, cuando algo explota, alguien está por morir. Los ciervos en el bosque corren directo hacia los cercos. Las aves abandonan sus nidos. Los caballos galopan hacia el tráfico. Los refugios se saturan. El 5 de julio, Estados Unidos arroja decenas de miles de animales aterrados a un sistema colapsado y sigue adelante, fingiendo que hizo algo digno de celebración.
No estamos celebrando nada. Estamos participando en un ritual traumático performativo por un Estado que no puede cumplir una sola de sus promesas. No somos libres. No estamos bien. No estamos seguros. No somos los mejores en nada salvo en autolesionarnos.
Primer lugar en posesión civil de armas por habitante. Primer lugar en tiroteos masivos. Primer lugar en muertes por COVID. Primer lugar en población encarcelada. Primer lugar en muertes por accidentes de tránsito entre países ricos. Primer lugar en creencia en ángeles, ovnis y QAnon. Primer lugar en gasto militar, asesinatos policiales, costos de medicamentos recetados y deuda estudiantil.
Pero claro: prende fuego algo y llámalo orgullo.
¿Celebramos que no tenemos sistema nacional de salud? ¿Que un tercio de nuestra infraestructura está en ruinas? ¿Que nuestros sistemas de transporte público son una broma internacional, nuestros maestros están mal pagados, nuestro salario mínimo congelado, nuestra esperanza de vida en descenso, nuestra política climática dictada por los balances trimestrales de las empresas petroleras? ¿De verdad estamos tan drogados con el espectáculo que olvidamos que el escenario se está pudriendo debajo de nosotros?
Esto no es política sino patología. Es el hecho de que la única forma en que este país sabe sentir algo es a través de la violencia. Ni siquiera podemos hacer una fiesta sin declararle la guerra al aire.
Y es una guerra. Si nunca has sentido las paredes vibrar por un M-80 explotando a seis metros de distancia, si nunca has sostenido el tórax de tu perro y sentido cómo retumba como un tambor por el miedo, tal vez pienses que esto es exagerado. Tal vez pienses que los fuegos artificiales son nostálgicos, inofensivos, divertidos. Pero la nostalgia es un arma. Y la hemos dirigido contra todo ser vivo que esté cerca.
Ningún otro país industrializado incendia su cielo para probar que existe. Esta es una enfermedad exclusivamente estadounidense: patriotismo explosivo, alegría armada, todo envuelto en una fantasía de consumo rojo-blanco-y-azul que te desafía a cuestionarla. Los fuegos artificiales son ilegales en varios estados, pero de alguna manera están en todas partes. Regulamos la televisión basura más estrictamente que los explosivos manuales. Porque la libertad, al parecer, no vale nada si no hace ruido.
Millones de estadounidenses se repiten cada año que es tradición. Que se trata de libertad, independencia, los padres fundadores. Pero no es así. Se trata del espectáculo. Se trata del ruido. Se trata de ahogar la voz interior que dice: “Esto no se siente como una celebración. Esto se siente como una mentira”.
La verdad es que las personas más desesperadas por recordarte lo libre que eres suelen ser las que más se benefician de tu sumisión. Los fuegos artificiales son el pan y circo de un imperio en decadencia, el lenguaje audiovisual de un país que ya no puede pagar un seguro médico pero con gusto incendia sus propios barrios para sentir que todavía manda.
Mientras tanto, mi perro sigue en la bañera. Y yo estoy sentada a su lado, preguntándome por qué un país que dice amar la libertad hace vivir con miedo a tantos de sus habitantes.