por Sabrina Duse
Una pregunta retórica no es una pregunta. Es una trampa disfrazada de curiosidad. Desde la Atenas antigua hasta Twitter, las preguntas retóricas nunca tuvieron que ver con las respuestas. Se trata, en cambio, de declaraciones disfrazadas. Un filósofo al estilo de Austin o Searle podrían decir que pertenecen a la función performativa del lenguaje, pero incluso eso sería demasiado generoso. Las preguntas retóricas no solo hacen cosas con palabras; deshacen la premisa misma del diálogo. Pretenden invitarte a participar, solo para cerrarte la puerta en la cara cuando estás a mitad de camino. “¿Eres estúpido?”, pregunta el maestro, el político, el hombre en el bar. La única respuesta racional es el silencio, o la violencia.
Esta forma siempre ha prosperado en la asimetría. Sócrates usaba preguntas para llevar la vida no examinada a la reflexión, pero rara vez usaba preguntas retóricas. Su método dependía de la posibilidad de una respuesta. En cambio, Cicerón, ese glorioso charlatán romano, dominó la pregunta retórica precisamente porque no le interesaba tu respuesta. Era un arma del tribunal, del Senado, de la herida abierta del imperio. El objetivo era señalar un consenso demasiado sagrado para nombrarlo. “¿Vamos a dejar que los bárbaros tomen Roma?” No. Pero también: intenta decir que sí.
Las preguntas retóricas son una demostración de poder disfrazada de duda. Están calibradas para entornos donde el desacuerdo está permitido pero no es deseable. Halagan al hablante, infantilizan al oyente y cierran la escena antes de que comience. En ese sentido, se parecen a su prima posmoderna, la opinión provocadora: corta, aguda, preventiva y alérgica a los matices. Cuando alguien tuitea “¿De verdad queremos vivir en un mundo así?”, no se te está pidiendo que consideres la política urbana. Se te está pidiendo que compartas el tuit.
La pregunta retórica es a la vez seductora y sospechosa. Se apoya en el legado socrático mientras envenena su pozo. Derrida la llamaría un pharmakon: cura y tóxico a la vez. Imita la forma de la indagación pero reemplaza el asombro con condescendencia. Permite que el hablante parezca reflexivo sin exponerse a la duda. Y quizás esa sea su ironía más profunda. Porque un recurso asociado con la retórica (el arte de la persuasión) no persuade tanto como avergüenza para obtener alineamiento.
En su uso contemporáneo, la pregunta retórica ha migrado del podio al feed. Prospera en plataformas donde los algoritmos recompensan la interacción pero castigan la ambigüedad. En política, se ha vuelto el equivalente a soltar el micrófono. En marketing, es el eslogan que finge ser existencial: “¿Tienes leche?”, “¿Qué hay en tu billetera?”, “¿Me escuchas ahora?” No son preguntas; son instrucciones. Sonríe. Asiente. Compra.
Pero el verdadero horror es pedagógico. El aula, antes un espacio de indagación abierta, está plagada de minas retóricas. Los docentes hacen preguntas que no quieren que se respondan. Los estudiantes aprenden a representar la comprensión, no a buscarla. “¿De verdad piensas que ese es un argumento sólido?”, pregunta el profesor, en medio del seminario. El objetivo no es estimular el pensamiento, sino marcar la jerarquía. El conocimiento se vuelve una actuación de sumisión.
Aun así, hay una belleza extraña en la violencia de la pregunta retórica. Revela nuestro miedo a la incertidumbre, nuestro anhelo de acuerdo disfrazado de diálogo. Es la versión lingüística de una sonrisa burlona: una sonrisa con un cuchillo detrás. La usamos cuando no queremos discutir, cuando queremos tener razón sin el trabajo de argumentar.
Entonces, ¿qué es una pregunta retórica? Es el fantasma de una conversación que nunca ocurrió. Un gesto hacia el pensamiento que retrocede ante la idea de pensar. Es la forma más elegante de cobardía del lenguaje: brillante, afilada y absolutamente segura de sí misma.
The Human Thread. Traducción: Alina Klingsmen.